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Al llegar al cuarto de la Rumalda, planchadora, viuda, con su madre enferma en un camastro y tres niños menores que andaban en el patio enseñando las carnes por los agujeros de la ropa, Torquemada soltó el gruñido de ordenanza, y la pobre mujer, con afligida y trémula voz, cual si tuviera que confesar ante el juez un negro delito, soltó la frase de reglamento: «D. Francisco, por hoy no se puede.

Sacaron a relucir todos los testimonios de maldad que conocían de la esposa del maestrante y resolvieron dar parte de lo que ocurría al conde, aunque averiguándolo antes con más pormenores. Para ello, aquella misma tarde, se pusieron al habla con María la planchadora, que hacía algunos días había salido de casa de Quiñones. Al principio ésta, por temor a las consecuencias, se manifestó reservada.

No le pesó tanto a Miguel como era de presumir: por aquella época comenzaban a estrecharse sus relaciones singulares con Petra, y los domingos en que a la planchadora no le tocaba salir, pasaba la mayor parte del tiempo en su grata compañía. Lo único que sintió positivamente fue el verse privado de acariciar a su hermana, de la cual continuaba siendo el gato predilecto.

Por ella, por Tónica, reñía con la planchadora, él, que era antes tan descuidado, deseando ostentar unos cuellos duros y lustrosos como el mármol; y con gran asombro de las hermanitas, se emancipaba de la dirección de la mamá, siempre tacaña con él, y se hacía un traje igual a los de su hermano Rafael. Todo iba bien: Juanito se encontraba más joven y fuerte.

La esposa del maestrante comprendió que, si proseguía en el tema, la planchadora iba a decir algo desagradable y se apresuró a cortar la plática, pagándole su cuenta y despidiéndola con afabilidad. No impidió esto para que la doméstica dijese en confianza, en cierta casa donde fue a servir, lo que pasaba en la de Quiñones. La noticia se fue trasmitiendo en confianza, igualmente, de unos a otros.

La planchadora se complacía en tenerle horas enteras abanicándola mientras trabajaba, en obligarle a dar lustre a sus zapatos y en general en proporcionarle todos los oficios de un consumado negrito. Pero él los desempeñaba con gusto; después de todo, era el favorito y nadie le disputaba este título.

Al fin, tanto miedo tuvo de que el terrible coronel lo supiese, que con precoz sentido determinó separarse de aquel devaneo que no le convenía y no subir más al cuarto de la planchadora. Miguel le dio por ello la enhorabuena. Petra le persiguió todavía algún tiempo; pero el nuevo Teseo se hizo el sordo y la dejó abandonada.

Su argumento es sencillo. Farjolle, tahúr de profesión, se enamora de una planchadora llamada Emma, con quien se casa, y lo hace sin escrúpulos, seguro de que los celos retrospectivos no han de atormentarle. Farjolle que es pobre, ya no frecuenta los garitos, pero su espíritu de jugador continúa, esperanzado y alegre, aguardando «la suerte». Esta llega al fin.

, la señorita Guillermina la quiere mucho... Como que ella y Mauricia son hijas de la planchadora de la casa... ¡Severiana!... ¿Dónde está esa mujer? En la compra replicó Adoración. Vaya, que eres muy señorita. La otra, que se oyó llamar señorita, no cabía en de satisfacción.

Mas en cambio de estos apuros tenía compensaciónes: la planchadora se mostraba amable y generosa a ratos: algunas veces le levantaba entre sus robustos brazos y le tiraba al aire volviendo a recogerle; le daba vivos y sonoros besos; le llamaba pichoncito, rico mío, querido, y le estrechaba con tal fuerza contra su seno, que andaba cerca de asfixiarle.