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Como si la animase de pronto una nueva fuerza, ella se puso de pie. Su rostro quedó á la altura de los ojos de Ferragut. Este vió su sien izquierda con la piel desgarrada: la mancha del golpe se extendía en torno de un ojo rojizo é hinchado. Al contemplar su bárbara obra, volvió á atormentarle el remordimiento. Escucha, Ulises; no conoces mi verdadera existencia.

El comandante Pierrefonds vivía desorientado, dudando de sus sentidos, creyéndose algunas veces juguete de «la loca de la casa» que también llevaba en lo más alto de su cuerpo, como todos los seres humanos, pero que hasta entonces había vivido dormitando y ahora empezaba á atormentarle con sus jugarretas. Tenía la seguridad de que el maestro había hablado de él en su discurso.

El corcovadito le maltrataba de diario, aguzaba el ingenio para atormentarle, y todos los días inventaba nuevas diabluras contra el pobre animal que, cansado de las fechorías del muchacho, escapaba, gruñendo, para volver a poco, cariñoso y sumiso, a lamerle las manos.

El padre Gil ya no se sentía arrastrado por la metafísica; empezaba a atormentarle una sorda inquietud que llenaba su espíritu de temores, de vagos presentimientos. Sentía vergüenza singular desde que el viajero que se había apeado les observara con atención tan sostenida. Aquella muchacha le inspiraba miedo. Un tropel de pensamientos feos, insensatos, acudió a su cerebro y lo llenó de confusión.

Cuando despertó don Paco de su prolongado sueño, el sol se inclinaba hacia Occidente; el día estaba expirando. Las vacilaciones que habían atormentado a don Paco volvieron a atormentarle con mayor fuerza mientras más tiempo pasaba. Su fuga del lugar le parecía, y no sin razón, que debía de haber sido notada por todos y mirada con extrañeza.

El pobre moceton, apesar de sus 30 años y su sangre azul, no podia soportar que nombrasen siquiera á las mujeres, y para atormentarle, un Genoves marino que le acompañaba le espetaba á cada diez minutos una historieta de italiano y soldado, que hacia espeluznar al inocente mancebo.

Su argumento es sencillo. Farjolle, tahúr de profesión, se enamora de una planchadora llamada Emma, con quien se casa, y lo hace sin escrúpulos, seguro de que los celos retrospectivos no han de atormentarle. Farjolle que es pobre, ya no frecuenta los garitos, pero su espíritu de jugador continúa, esperanzado y alegre, aguardando «la suerte». Esta llega al fin.

Todos comían mucho, menos don Pompeyo, a quien la emoción apretaba la garganta. Desde el segundo plato comenzó a atormentarle un cuidado. «Estoy, pensó, en el ineludible compromiso de brindar; tengo que improvisar un discurso». Y ya no comió bocado que le aprovechase. Oía hablar como quien oye llover: sonreía a derecha e izquierda, contestaba con monosílabos, pero él pensaba en su brindis; las orejas se le convertían en brasas y a veces sentía náuseas y temblor de piernas. En resumidas cuentas, estaba pasando un mal rato.

El viejo no podía admitirle en su casa. Entonces, ¿qué determinación debía tomar? ¿Adónde iba? ¿Volvería á Ateca? ¿Y Clara? Al acordarse de su infortunada compañera, los pensamientos del joven tomaron otro sesgo. La idea de los pesares de aquella infeliz, condenada á vivir con un ser tan antipático, principió á atormentarle.

En esta espera inquietante, el arrepentimiento volvió á atormentarle. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué se había quedado?... Pero su carácter tenaz desechó inmediatamente las dudas del miedo. Estaba allí porque tenía el deber de guardar lo suyo. Además, ya era tarde para pensar en tales cosas. Le pareció de pronto que el silencio matinal se cortaba con un sordo rasgón de tela dura.