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El comandante Pierrefonds vivía desorientado, dudando de sus sentidos, creyéndose algunas veces juguete de «la loca de la casa» que también llevaba en lo más alto de su cuerpo, como todos los seres humanos, pero que hasta entonces había vivido dormitando y ahora empezaba á atormentarle con sus jugarretas. Tenía la seguridad de que el maestro había hablado de él en su discurso.

El maestro tenía por vecinos de mesa á los grandes personajes venidos de la capital. Pero lo había hecho sentar al alcance de su voz y de sus ojos, y hasta levantó su copa una vez mirando a Pierrefonds. ¡A la salud de mi heroico compañero!... ¡Simpático maestro! ¿Cómo no quererle?... Su alma desconocía la injusticia. Al llegar la hora de los brindis, hablaron como una docena de señores.

Y como el ministro de la Guerra, preocupado por el avituallamiento y la suerte de los ejércitos en retirada hacia el Marne, no se acordó de que exista en el mundo un comandante Pierrefonds encargado de unos cuantos centenares de capotes viejos, el belicoso numismático pudo ver desde una ventana de su casa cómo llegaban á la ciudad los primeros pelotones de hulanos.

Y el poeta heroico se sentó, jadeando de emoción y de fatiga. Su discurso había terminado. Pierrefonds optó por marcharse, sin que el público reparase en su fuga, ni en sus gestos coléricos, ni en las palabras de indignación que iba barboteando. Después de aquella noche, nadie le ha visto más.

Detrás, como un perro fiel, llegaba Pierrefonds, sin que los años de esclavitud hubiesen dejado en él ninguna huella aparente, reconcentrado y agrio lo mismo que antes, pero con una expresión de inmensa melancolía en los ojos. Los alemanes le habían robado su colección de monedas.

»Aquí está mi amigo el comandante Pierrefonds, mi compañero de cautiverio, un verdadero héroe, un soldado cubierto de condecoraciones y de heridas, que realizó las mayores hazañas en nuestras guerras coloniales. Su valor guerrero es indiscutible. Yo no soy mas que un pobre poeta, capaz, en determinados momentos, de mostrar cierto valor cívico.

La noche del banquete, el poeta le recibió con los brazos abiertos. ¡Ah, Pierrefonds!... ¡Valeroso compañero de miserias y de esclavitud!... Y lo presentó al ministro y á todos los personajes llegados de París. Un héroe, señores; un verdadero soldado y un gran patriota. Pierrefonds gruñió dulcemente, y su bigote se contrajo con algo que parecía una sonrisa.

Simoulin describió la salida del triste rebaño humano conducido á la esclavitud. Al frente iban él y el comandante. Y al pasar ante el jefe de aquellos bandidos, Pierrefonds y yo, estrechamente abrazados, deseando morir, le gritamos en pleno rostro: «¡Abajo Guillermo! ¡Mueran los verdugos

Es cierto que se atribuyó, por un exceso imaginativo, la mitad del acto de su discípulo, pero concediéndole generosamente la otra mitad. De eso estaba seguro Pierrefonds. Recordaba con orgullo los aplausos del público dirigidos á su persona.... Pero este público ya no se acordaba de él. La muchedumbre parecía haber perdido la memoria.

También le irritó el automatismo de aquellos soldados, que indudablemente le habían entendido; pero eran incapaces de oír mientras no oyese su jefe. Quiso lanzar por segunda vez el insulto, pero no pudo. Alguien le tiraba del brazo; una cara se pegaba á la suya, hundiendo en sus ojos una mirada de espanto. ¡Pierrefonds! ¡Amigo mío! ¿Está usted loco? ¡Por Dios, cállese!