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Simoulin, completamente solo, se consideraba preparado para toda clase de heroísmos. Yo también le había dicho Pierrefonds. El comandante consideraba una felonía abandonar la ciudad. Al declararse la guerra, había sufrido una amarga decepción viendo que no lo aceptaban para combatir en el frente, á causa de sus enfermedades de antiguo soldado colonial.

Al frente de este rebaño de esclavos figuraban, para mayor escarnio, los dos vecinos más respetables que habían quedado en la ciudad: Simoulin y su discípulo Pierrefonds. Comandante dijo el poeta una vez más , piense que el heroísmo que se sacrifica es más grande, etc.... Le daba miedo el aspecto del veterano. Tenía los ojos inyectados de sangre; bufaba de cólera, haciendo temblar su bigote.

Tal vez por esto, Pierrefonds, que era militar, empezó a sentir cierta inquietud. Le daban miedo los ojos brillantes del maestro, unos ojos juveniles, detrás de cuyos cristales empezaba á danzar «la loca de la casa». Adivinó que el alma del poeta no estaba allí.

Simoulin creyó ver en él una expresión de cansancio y de remordimiento. Tal vez exageraba su rigidez militar para hacer menos visible la vergüenza que le producía esta vil función de guardador de esclavos. Pierrefonds, en cambio, le miraba fijamente, por ser el jefe.

Sus ojos miraban, para ver lo que no veían los otros, sus manos poseían un tacto sobrenatural, mientras su boca iba emitiendo, con acento de sinceridad, errores y exageraciones equivalentes á grandes mentiras. El rudo Pierrefonds lamentaba estos excesos de «la loca de la casa», pero no por ello compadecía á su maestro. Todos los genios fueron así.

Parecía no oír á su maestro. Pensaba por primera vez que había sido una gran torpeza no moverse de la ciudad. Envidiaba á los que podían morir en el frente. «¡El comandante Pierrefonds llevado en cuadrilla, como un esclavo negro!... ¡Ira de DiosHabía pasado los días oculto en su casa, para no ver á los invasores. Su ama de llaves le evitaba toda salida, temiendo que hiciese un disparate.

Esta veneración no cegaba al rudo comandante hasta el punto de hacerle desconocer los defectos de su maestro. Pierrefonds era capaz de dejarse matar si le exigían una mentira á cambio de la existencia; nunca recordaba haber faltado á la verdad voluntariamente; ¡y, en cambio, su admirado maestro!...

El discípulo preferido era el comandante Pierrefonds, un hombre corto de estatura, fornido, parco en palabras, de mal carácter, que gruñía á la menor contradicción bajo su recio bigote rojo y blanco. Tenía el gesto reconcentrado y amenazante de un perro feroz y mudo. Sólo el maestro Simoulin se atrevía á bromear con él.