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Actualizado: 29 de junio de 2025


Estaban dando las dos cuando la campanilla sonó alegremente a impulso de un mano viva y nerviosa. Es la señorita Francisca, seguramente dijo Celestina, yendo a abrir sin apresurarse. Era ella, en efecto, que venía con Petra Brenay, Genoveva Ribert y sus madres, a buscarme para dar un paseo. Acepté con entusiasmo.

Petra callaba inmóvil, esperando servir a su dueño. Gozaba voluptuosa delicia viendo padecer al canónigo, pero quería más, quería continuar su obra, que la mandasen clavar en el alma de su ama, de la orgullosa señorona, todas aquellas agujas que acababa de hundir en las carnes del clérigo loco.

Un día trasladando Miguel una cesta con ropa aplanchada de un sitio a otro, la dejó caer al suelo y se manchó una buena parte. Petra, hasta entonces, en sus más fuertes enojos no había hecho mas que cogerle por el brazo y sacudirle; ahora le dio una soberbia bofetada que le encendió el rostro.

La doncella ardía de curiosidad, aventuraba algunos pasos de puntillas hacia la glorieta, esquivando tropezar con las hojas secas para no hacer ruido; pero tenía miedo de ser vista y retrocedía hasta el patio, desde donde no podía oír más que un murmullo, no palabras. Sintió que Anselmo abría la puerta del zaguán y que el amo subía. Corrió Petra a su encuentro.

Y desde entonces, no sólo los sufría con resignación, pero aun llegó a provocarlos con astucia, contrariando a su terrible dueño hasta verlo fuera de . ¡Oh, cuando se irritaba, era Petra una mujer realmente hermosa!

Francisco de Osuna, y Ana mandó a Petra a las librerías a buscar aquel libro. No pareció el Tercer Abecedario, el Magistral no lo tenía tampoco. Pero mejor era su suerte en lo tocante al confesor. Veinte años lo había buscado Teresa de Jesús como convenía que fuera, y no parecía.

La carta, de tres pliegos, la llevó Petra a casa del Provisor; la recibió Teresina sonriente, más pálida y más delgada que meses atrás, pero más contenta. El Magistral se encerró en su despacho para leer. Cuando su madre le llamó a comer, don Fermín se presentó con los ojos relucientes y las mejillas como brasas.

En el patio estaba Petra, como un centinela, en el mismo sitio en que había recibido al Provisor. ¿Ha venido el señor? preguntó la Regenta. , señora respondió en voz baja la doncella ; está en su despacho. ¿Quiere usted verle? dijo Ana volviéndose al Magistral. Don Fermín contestó: Con mucho gusto... ¡Disimulan, disimulan conmigo! , pensó Petra con rabia.

Conviene tenerla propicia como a la otra». La otra era Teresina, su criada. Petra subió y se presentó en el tocador de doña Ana sin ser llamada. ¿Qué quieres? preguntó el ama, que se estaba embozando en su chal porque sentía mucho frío. El señor no me ha preguntado por la señora. Yo no le he dicho... que estaba aquí D. Fermín. ¿Quién? Don Fermín. ¡Ah! Bien, bien... ¿para qué? ¿qué importa?

Y sin poder contenerse se levantó diciendo: Vida mía, soy contigo. Y salió por la puerta de escape. A ver gritó en el pasillo ; Petra, Servanda, Anselmo, cualquiera... ¿se llevó la perdiz don Tomás? Anselmo registró las aves muertas, depositadas en la cocina, y contestó desde lejos: ¡, señor; aquí no hay perdices! ¡Ira de Dios! ¡Pardiez! ¡Malhaya! ¡Siempre el mismo!

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