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Actualizado: 16 de mayo de 2025


Al verse sola, al convencerse de que iba a morir, desapareció toda su arrogancia de buena moza; se sintió débil como cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió en sollozos. ¡Mátam, mátam! gimió echándose a la cara el negro delantal, enrollándolo en torno de su cabeza. Teulaí se acercó a ella impasible, con una pistola en la mano.

También le irritó el automatismo de aquellos soldados, que indudablemente le habían entendido; pero eran incapaces de oír mientras no oyese su jefe. Quiso lanzar por segunda vez el insulto, pero no pudo. Alguien le tiraba del brazo; una cara se pegaba á la suya, hundiendo en sus ojos una mirada de espanto. ¡Pierrefonds! ¡Amigo mío! ¿Está usted loco? ¡Por Dios, cállese!

Le daba por ahí, como a sus hermanos les había dado por otros temas; como a su padre le dio por la manía de poner a sus hijos grandes nombres, «por si algo se les pegaba». Tres varones tuvo y una hembra. Se llamaron los varones Héctor, Aquiles y Alejandro, y la hembra Lucrecia. Pero no le salió por este lado al buen señor la cuenta muy galana que digamos.

No hay alpiste que valga contra estas cosas. Llega un dia en que, al amanecer, se abren las puertas de una casa, y una jóven baja la escalera, con un envoltorio en la mano, despeinada, trémula, azarosa, paladeando sin cesar, porque la saliva pegaba sus labios; esa jóven atraviesa furtivamente algunas calles, mira hácia atrás y vuelve á correr, hasta que llega á un punto en donde un hombre la esperaba.

6 cuando lavaba yo mis caminos con manteca, y la piedra me derramaba ríos de aceite! 7 Cuando salía a la puerta a juicio, y en la plaza hacía aparejar mi silla, 8 Los jóvenes me veían, y se escondían; y los viejos se levantaban, y estaban en pie. 9 Los príncipes detenían sus palabras; ponían la mano sobre su boca; 10 la voz de los principales se ocultaba, y su lengua se pegaba a su paladar;

En las leyes ninguna. ¡Ay, Dios mío, si tuviera aquí un revólver, ahora mismo, ahora mismo, sin titubear un instante, le pegaba un tiro por la espalda y le partía el corazón! No merece que se le mate por delante. ¡Traidor, miserable, ladrón de honras! ¡Y esa tonta que se deja engañar!... Pero ella no merece la muerte, sino la galera, señor, la galera...».

Era moreno, de aspecto jovial y atrevido, con la cabeza puntiaguda, la mandíbula cuadrada y unas orejas prominentes. Llevaba siempre en su mano derecha un bastón, con el que pegaba á sus hermanos. A la hora de las comidas se apoderaba de las porciones de los otros, amenazándoles si protestaban.

Mientras me hablaba así y yo le respondía dando vueltas por el gabinete, se pegaba al brasero como la zarza vieja a la grieta del peñasco, y no dejaba en paz a la badila pareciéndole poco el calor que le daban las ascuas en reposo.

El joven sacó el fósforo y se lo entregó encendido, con el mismo silencio. Volvió de nuevo la cabeza y siguió mirando fijamente el horizonte, mientras Clementina pegaba fuego al montón de cartas y las veía arder poco a poco. Tardaron algunos momentos en consumirse: necesitaba arreglar con sus manos enguantadas el montoncito para que el fuego no se apagase.

De todos estos compañeros del «señor de la guerra», el único digno de respeto era un hombre civil, un comerciante, un judío, el armador Ballin, de Hamburgo, que al ver arruinado el Imperio no quería sobrevivirle y se pegaba un tiro. Mientras tanto, los mariscales de la estrategia fracasada se dedicaban tranquilamente á educar sus perros, escribir sus Memorias y cuidar su salud.

Palabra del Dia

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