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¡Ah! ¿Chillas todavía, pendón? gritó entonces el presbítero gordo, espíritu impetuoso como ya sabemos. Y alzando la mano, le sacudió un terrible bofetón. Fue la señal. Más de veinte manos se posaron alternativa o simultáneamente sobre las mejillas del joven naturalista. D. Pantaleón acudió a socorrer a su amigo y también le tocaron algunos porrazos.

Me sorprende muchísimo, señor de Moreno le dijo un día D. Pantaleón, después de oírle exponer asombrosamente durante media hora lo menos «las enfermedades de la sangre del ratónme extraña muchísimo que con los grandes conocimientos que usted posee no sea usted médico o ingeniero, o por lo menos doctor en ciencias. La boca de Adolfo se contrajo con una sonrisa dolorosa y sarcástica.

Al cabo se dibujó una significativa sonrisa en los labios de Moreno y profirió, dando a sus palabras marcada intención irónica: ¿Y qué me dice usted del gran judío? ¿Quién? preguntó Sánchez sin comprender. ¿Quién ha de ser? El judío de Nazareth. ¡Ah! Jesucristo... ¡Oh! ¡oh! ¡oh!... D. Pantaleón fue atacado instantáneamente de una risa convulsiva. Aquello realmente era cosa perdida.

A no me vengas con embelecos, porque no estoy de humor de oírlos, y además te prohíbo que digas borricadas a la niña, porque la tienes escandalizada. ¡Vergüenza es que necesite yo recordarte tu deber! D. Pantaleón se abstuvo en adelante de verter ninguna de sus fecundas ideas delante de D.ª Carolina. ¡Era tan severa aquella señora en el seno de la intimidad!

La influencia de D. Pantaleón se sentía en todos los momentos y se extendía a los pormenores más insignificantes de la vida doméstica. Para salir a tiendas, para ir a paseo, para comprarse unas botas, para suscribirse al periódico de modas, para cambiar de panadero, se necesitaba acudir a su autoridad suprema. Mario la encontraba asfixiante, pero se sometía.

Los clérigos debieron de entender que se habían excedido un poco en la defensa de aquel patriarca, porque dirigían la palabra con semblante humilde tanto a D. Pantaleón como a Moreno. El mismo presbítero gordo vino a decirles que retiraba todas las bofetadas que había dado. Con esto D. Pantaleón se dio enteramente por satisfecho, y no comprendía cómo Moreno se mostraba aún torvo y enojado.

A Timoteo es a quien le arden las orejas... Diga usted, ¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana? Eso cuénteselo usted a mamá. ¿A mi, niña? exclamó vivamente doña Carolina. ¿Qué estás ahí diciendo? ¿No sabes que tienes padre? Y volviéndose hacía Romadonga: Pantaleón no ha querido que hoy fuésemos a paseo, sin duda temiendo a la humedad por lo mucho que ha llovido estos días.

D. Pantaleón, aunque sintió el disgusto de su hija, sólo vio en la determinación de Llot un fenómeno fisiológico, pero se guardó bien de explicarlo. En el estado de exaltación en que se hallaban los ánimos pudiera levantar un conflicto. D.ª Carolina era la única que sabía a qué atenerse. El presbítero, en su conferencia, había insinuado la palabra dote.

Ni Colón, ni Galileo, ni Arquímedes han prestado a la humanidad un servicio como el que y yo vamos a prestarle... Dame agua dijo con voz débil el niño, dejando caer su cabecita hacia atrás. D. Pantaleón se la alzó; pero como no podía ya sostenerse sentado, lo tendió sobre la mesa y fue a buscarle agua. El fuego de la inspiración ardió de nuevo en las pupilas del sabio.

La culpa ya yo de quién es. No hubo más remedio que resignarse. Don Pantaleón hallaba prematuro el matrimonio. Los hombres, según decía su esposa, miran las cosas de un modo prosaico; se fijan en el porvenir, en las necesidades y obligaciones que trae consigo; todo lo ven de color negro.