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Actualizado: 3 de junio de 2025
Teresa se volvió hacia mí, y con tono entre suplicante y malicioso me dijo: Rodolfo: ¡enamórela usted! Castro Pérez llegó un poco antes de las cinco. Entró silencioso, dejó en su mesa el sombrero y el bastón, y luego, paso a paso, se dirigió a la mía: ¿Acabó usted la copia? Aquí está. Leyó el alegato, firmó, y volvió a su pieza. Yo le seguí. Deseo hablar con usted dos palabritas.
Dos palabritas na más. Tú me quieres y yo te quiero. ¿Pa qué pasarnos el resto de la vida rabiando, como unos infelices?... Hasta hace poco, era tan bruto que al verte me hubieran dao tentaciones de matarte. Pero he hablado con don Fernando y me ha convencío con su sabiduría. Esto se acabó. Y lo afirmaba con un gesto de energía.
Sin dejarle tiempo a reponerse le preguntó con interés por su hermanita, por su vida, por sus mariposas. Raimundo contestaba a sus preguntas con sobrado laconismo, no por frialdad, sino por su falta de mundo. Pero ella no se desconcertaba. Seguía cada vez más cariñosa envolviéndole en una red de palabritas lisonjeras y de miradas tiernas.
Y en tanto, en el recibimiento de la casa se agolpaba un gentío fosco, siniestro, una turba preguntona y exigente, que quería hablar con el señor, ver al señor, decir dos palabritas al señor. Sonaba a cada instante la campanilla, y entraba uno más. Eran los desfavorecidos de la fortuna, pretendientes, cesantes de distintas épocas, de la época de Pez y de la época del antecesor de Pez.
Y se puso a coquetear con el teniente, con el gallardo Fernando, que estaba en el balcón, de uniforme, al aire la rapada y morena cabeza, asediando a la niña con la media docena de palabritas galantes que tenía en su repertorio para los casos de conquista.
Se hablaron en voz baja, con frialdad, como dos buenos amigos, pero cortando las palabras como si las mordieran. Tono venía a arreglar rápidamente el asunto: todo se reducía a decirse dos palabritas en sitio retirado. Y como hombre generoso, incapaz de ocultar la extensión de la entrevista, preguntó al muchacho: ¿Pòrtes ferramenta?
¿Está Quilito? preguntó Agapo tímidamente. Debe estar en su cuarto contestó la señora. ¡Había subido más enfurruñado! dando portazos y diciendo que iba a hacer y acontecer, con las palabritas escogidas de uso diario.
Sí te enfadarás; y yo quiero seguir siendo tu amigo... digo, tu amiga... ¡Cuando te digo que no me enfadaré!... Vamos, me comprometo a ello formalmente; habla. ¡Ay, Lucía! ¿Me lo juras? Te lo juro. El joven se levantó, acercó su cabeza a la de la dama, y rozando con los labios su oído, dejó caer en él unas cuantas palabritas, que la hicieron prorrumpir en carcajadas.
Soledad escuchaba serena, complacida, dejándose arrullar por aquella cascada de palabritas de miel que nunca habían llegado á sus oídos. Llevaba los ojos puestos en el cielo y sonreía de vez en cuando á los amorosos extremos de su amante. De repente vió correr una estrella, y para que no fuese mensajera de algún mal exclamó: ¡Dios te guíe! ¡Dios te guíe! Velázquez la miró sorprendido.
¿Qué iba á hacer?... Su propósito era decirle dos palabritas á aquel advenedizo que se metía á cultivar lo que no era suyo; una indicación muy seria para que «no fuese tonto» y se volviera á su tierra, pues allí nada tenía que hacer. Pero el tal sujeto no salía de sus campos, y no era cosa de ir á amenazarle en su propia casa. Esto sería «dar el cuerpo» demasiado, teniendo en cuenta lo que podría ocurrir luego. Había que ser cauto y guardar la salida. En fin... un poco de paciencia.
Palabra del Dia
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