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Convengo, dixo Pococurante, en que el segundo, el quarto y el sexto libro de su Eneyda son excelentes; mas por lo que hace á su pío Eneas, al fuerte Cloanto, al amigo Acates, al niño Ascanio, al tonto del rey Latino, á la zafia Amata, y á la insulsa Lavinia, creo que no hay cosa mas fria ni mas desagradable: y mas me gusta el Taso, y las novelas para arrullar criaturas del Ariosto.

Bien conocemos la falsedad de este estilo mixto y los inconvenientes del sistema de decoracion por hiladas horizontales cuando se usa en grande escala en los templos ojivales; pero tiene un no qué indefinible que seduce aquella especie de juguete arquitectónico, en aquel solitario recinto arruinado, donde el solemne murmullo del rio quebrado en la presa de Martós parece arrullar el eterno y feliz sueño de los dos hermanos mártires. ¿Será quizá porque el santo espíritu de paz y concordia del cristianismo se halla como simbolizado en la union de todos los estilos pasados?

La dormilona cadencia de las guitarras parecía arrullar á un cornetín chillón que iba lanzando á todos los extremos de la vega, dormida bajo el sol, los morunos sones de la jota valenciana. Este tranquilo paisaje era la idealización de una Arcadia laboriosa y feliz. Allí no podía existir gente mala.

Ya el Sultán se abrasa perdidamente en el fuego mío; cuando al huir nos mire pasar por ante sus ojos y todo su poder no alcance a estorbarlo, su propio cuello se lo morderá de rabia, y para que no calme este leve sinsabor, todas las siestas le recordará su burla y nuestro amor la paloma azul, que vendrá a arrullar sobre su ventana.

Soledad escuchaba serena, complacida, dejándose arrullar por aquella cascada de palabritas de miel que nunca habían llegado á sus oídos. Llevaba los ojos puestos en el cielo y sonreía de vez en cuando á los amorosos extremos de su amante. De repente vió correr una estrella, y para que no fuese mensajera de algún mal exclamó: ¡Dios te guíe! ¡Dios te guíe! Velázquez la miró sorprendido.

Y la Comadreja se dedicó a arrullar al infante mientras Amparo se sepultaba otra vez en un sopor que le dejaba el cerebro hueco, la cabeza vacía, anonadando su pensamiento y haciéndola insensible a lo que pasaba en torno suyo. Los pasos de Chinto la llamaron a la vida otra vez. Abrió los ojos, que, en la palidez amarillosa de su morena cara, parecían mayores y azulados.

Zumbaban los insectos, ebrios de calor y vida; aleteaban los pájaros, poblando el follaje de estremecimientos y suspiros; chirriaban los primeros grillos, ocultos en la hierba. El campo parecía embellecerse para ocultar en sus espesuras las caricias del amor, para arrullar a las parejas con los perfumes y cantos de su vida exuberante.