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Actualizado: 11 de octubre de 2025


Yo me consumo cuando tengo que esperar, y cuando espero estúpidamente por la tontería de una persona, pierdo la paciencia en absoluto...». Volvió a oírse la quejumbrosa cantinela de Juan Evaristo, y Guillermina tiró de la campanilla para decir a la criada: «Mujer, entretenle; dile cositas. Algo debe de haberle pasado a esa mujer, cuando tarda tanto.

Subimos por la avenida que conducía a la villa Tarlein y apenas pudo oírse desde ésta el paso de los caballos, salió Sarto apresuradamente a recibirnos. ¡Gracias a Dios que vuelve usted sano y salvo! exclamó. ¿No ha asomado ninguno de ellos por el camino? ¿De quiénes habla usted, coronel? pregunté, echando pie a tierra. Nos llevó a un lado, para que no lo oyesen los lacayos.

¡Señor!... ¡Señor!... ¿Ya no me conoce? ¡Soy Artemisa!... ¡Señor, franquee la puerta! ¡Por el alma de aquella santa! ¡Señor, que soy Artemisa! Las pisadas que vienen y van dejan de oírse y la puerta se abre con estrépito. En el umbral, sobre el fondo oscuro de la alcoba, aparece la figura de Don Juan Manuel Montenegro.

Ella parecía como olvidada de misma, deleitándose en hablar sin oírse y sin pensar en el efecto que su figura corporal, su voz y su palabra producirían.

Aquella vida que no quería recordar, iba desarrollándose ante sus ojos cerrados: su luna de miel de empleado modesto casado con una mujer bonita y educada, hija de una familia venida a menos; la felicidad de aquel primer año de pobreza endulzado por el cariño; después, las protestas de Enriqueta revolviéndose contra la estrechez; el sordo disgusto al oírse llamar hermosa por todos y verse humildemente vestida; los disgustos surgiendo por el más leve motivo; las reyertas a media noche en la alcoba conyugal; las sospechas royendo poco a poco la confianza del marido, y de repente el ascenso inesperado, el bienestar material colándose por las puertas, primero tímidamente, como evitando el escándalo; después con insolente ostentación, como creyendo entrar en un mundo de ciegos, hasta que ya por fin Luis tuvo la prueba indudable de su desgracia.

Cuando oyó su voz en la cocina, le dio un vuelco el corazón, se puso a temblar como un azogado y se le borraron por completo las palabras que tenía preparadas. ¿Cómo está usted, conde? dijo ella con gran naturalidad al entrar, tendiéndole una mano. Bien, ¿y ? Levantó la cabeza como sorprendida de oírse tutear y respondió mirándole fijamente: Perfectamente. ¿Y la niña? Algo mejor.

Después, otra vez el silencio, que parecía más imponente, más profundo, tras los truenos del bronce. Volvía a oírse el susurro de los palomos, y abajo, en el jardín, piaban unos pájaros, como enardecidos por el rayo de sol que reanimaba la verdosa penumbra. Gabriel sentíase conmovido. Se apoderaba de él la dulce embriaguez del silencio, de la calma absoluta: la felicidad del no ser.

Un largo triángulo de patos vuela muy abajo, cual si deseara tomar tierra; pero de pronto los aleja la cabaña, donde brilla encendido el candil. El que va a la cabeza de la columna, yergue el cuello, remonta el vuelo nuevamente, y todos los demás se elevan tras de él con gritos salvajes. No tarda en oírse un inmenso pataleo, que se asemeja a un ruido de lluvia.

Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole piedras, con una de las cuales la descalabraron al fin. ¡Que me matan! gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza. Pero cuando, al retirarlas, las vió manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.

Me parece que puede haber dos opiniones. , dijo el señor Macey, muy contento con aquel ataque a la juventud presuntuosa , estáis en lo cierto, Tookey; siempre hay dos opiniones: hay la opinión que un hombre tiene de mismo y la opinión que los demás tienen de él. Habría dos opiniones sobre una campana rajada si ésta pudiera oírse a misma.

Palabra del Dia

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