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Actualizado: 1 de junio de 2025
También los hay en la realidad, que es una gran novela. Permaneció largo rato apoyada en la barandilla: sus labios se movían como si hablase. Por fin, transida de frío, se entró al cuarto y cerró el balcón. Entonces vio caído en el suelo un papel y recogiéndolo murmuró con desprecio: ¡Ah, sí, el dinero! Y quedó como ensimismada.
Era la fuerza de los talleres que salía al aire libre; los músculos se movían por su cuenta, a su gusto, libres de la monotonía de la faena rutinaria. Cada cual, además, sin darse cuenta de ello, estaba satisfecho de haber hecho algo útil, de haber trabajado.
Cecilia trabajó en él, con sorpresa profunda de las costureras. Unas lo achacaban a bondad, otras a indiferencia. Lo cierto es que su fisonomía, aunque un poco marchita, expresaba la misma serena alegría de siempre. Sus manos se movían formando las iniciales de su hermana con la misma ligereza que cuando bordaba las suyas.
La cruz escueta permanecía inmóvil sobre la tierra blanca de cal. Cerca de ella aleteaban las banderas. Se movían á un lado y á otro como una cabeza que protesta, sonriendo irónicamente. ¡No!... ¡No! Siguió avanzando el automóvil. El guía señalaba ahora un grupo lejano de tumbas. Allí era indudablemente donde se había batido el regimiento.
En aquel momento no distaba mucho de creerme realmente el Rey, y alzando la frente dirigí una mirada de triunfo a los balcones atestados de hermosas. De repente me sobresalté; acababa de ver, fijos los ojos en mí, el hermoso rostro de mi compañera de viaje, Antonieta de Maubán; noté que también ella parecía sorprendida, que se movían sus labios y que se inclinaba hacia mí como para verme mejor.
Las vacas movían el baboso hocico, sin ninguna inquietud, al ver el tren y volvían de nuevo á rumiar con la cabeza baja sobre el verde del prado. Grupos de mujeres lavaban sus guiñapos casi tendidas al borde de arroyos de líquido rojo, como si fuese sangre. Era el eterno color del agua en los alrededores de Bilbao: los lavados del mineral enrojecían hasta la corriente del Nervión.
Un hermoso perro de caza negro saltaba junto a él, y los faldones de su desmesurada levita se movían como si fuesen alas. Todo el mundo exclamó: Es el doctor Lorquin, el del llano, el que cura gratis a los pobres; viene con su perro Plutón; es una excelente persona. En efecto, era él, que llegaba trotando y dando voces: ¡Alto!... ¡Quietos!... ¡Alto!
Todos los mozos usaban el «lástico» encarnado, y verde todos los viejos, y todas las mujeres llevaban la «manta» o chal de parecido color y cruzado de igual modo sobre el pecho y los riñones; en todas y en todos abundaban el tipo rubio y la línea curva, no sin gracia, con tendencia al cuadrado hacia los hombros; todos y todas andaban, hablaban y se movían con la misma parsimonia, y en todas las caras, viejas y juveniles, se notaba la misma expresión de bondad con cierto matiz de sobresalto, como si la continua visión de las grandes moles a cuya sombra viven aquellas gentes, las tuviera amedrentadas y suspensas.
¡Un vagabundo, un ladrón, se la había jugado a él, a un hidalgo rico heredero de una casa solariega! Y lo que era peor, ¡esto no sería más que el principio, el comienzo de su carrera espléndida! Carlos, mortificado por sus pensamientos, no prestó atención a lo que hablaban; luego oyó un beso, y poco después las ramas de un árbol que se movían.
Sus interlocutores eran doña Luz, doña Manolita, el médico, Pepe Güeto, el cura alguna vez y don Acisclo siempre. Cuando venía más gente en casa de D. Acisclo, aquella franqueza desaparecía, y la conversación, como por ensalmo y sin poder evitarlo, bajaba al nivel villafriesco. Las condiciones de entendimiento y de carácter movían a esto al P. Enrique, no por altivez, sino por timidez.
Palabra del Dia
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