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¡Absurdo! afirmó el canónigo regalista. Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social, por ser tal deber, no puede oponerse al deber religioso... lo dice el respetable Taparelli.... ¿Tapa qué? preguntó el Deán . No me venga usted con autores alemanes.... Este Mourelo siempre ha sido un hereje.... Señores, estamos fuera de la cuestión gritó Ripamilán el caso es....

Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustre Ripamilán, disputando como si se tratara de un asalto de esgrima, con aspavientos y manotadas al aire; su contendiente era el Arcediano, el señor Mourelo, que con más calma y sonriendo, sostenía que la Regenta o no era devota de buena ley, o no debía haber ido al teatro en noche de Todos los Santos.

¡Qué desfachatez! decía Foja. Es un insensato; no sabe lo que es diplomacia, lo que es disimulo advertía Mourelo. Y yo que no quería creer a usted cuando me decía que se había quedado a comer con ellos.... ¡Ya ve usted! exclamó Glocester triunfante. ¿Y a dónde van los otros? Al Vivero, de fijo; ya sabe usted... a brincar y saltar como potros.... ¡Esas son las clases conservadoras!

El Arcediano no es el cura que hay aquí oculto, no; ese representa la parte contraria, el demonio o el mundo; pero, como es natural, a las niñas les parece que el atractivo mundanal reducido al gracejo de Mourelo es poca cosa; y, en cambio, el claustro ofrece goces puros y cierta libertad, señor, cierta libertad, si se compara con la vida archimonástica de lo que yo llamo la Regla de doña Lucía, mi prima carnal. ¡Oh, señor de Pas, fácil victoria la de la Iglesia!

Glocester, o sea don Restituto Mourelo, canónigo raso a la sazón, decía con voz meliflua y misteriosa en la tertulia del marqués de Vegallana: Señores, esta es la virtud antigua; no esa falsa y gárrula filantropía moderna. Las señoritas de Ozores están llevando a cabo una obra de caridad que, si quisiéramos analizarla detenidamente, nos daría por resultado una larga serie de buenas acciones.

La frase hizo fortuna y Glocester fue en adelante don Restituto Mourelo para toda Vetusta ilustrada. Allí estaba, oyendo con fingida complacencia los chistes picarescos del Arcipreste, cuya lengua temía, presente y ausente. Cuando don Cayetano volvía la espalda, pues hablaba girando con frecuencia sobre los talones, Glocester guiñaba un ojo al Deán y barrenaba con un dedo la frente.

Los curas, valga la verdad, también hablaban del suceso inopinado, como lo llamaba Mourelo. El ex-alcalde Foja se paseaba en medio del Arcediano, el ilustre Glocester, y del beneficiado don Custodio, el más almibarado presbítero de Vetusta. No solía el liberal usurero acompañarse de sotanas, pero aquella tarde había juntado a los tres enemigos del Magistral la importancia de los acontecimientos.

El Magistral respiró; pero antes de exponerse a otra pregunta inopinada, como diría Mourelo, se despidió de aquellos señores asegurando que tenía que hacer en Palacio. No podía más; aquella tarde la compañía de sus colegas le asfixiaba; toda aquella tela negra colgando le abrumaba; podía decir cualquier desatino si continuaba allí. Y se marchó a paso largo.

Se ha murmurado, se ha dicho que las hijas de confesión del Magistral no deben de temer su manga estrecha cuando asisten al Don Juan Tenorio, en vez de rezar por los difuntos. ¿Se ha hablado de eso? ¡Bah! En San Vicente, en casa de doña Petronila que ha defendido a usted y hasta en la catedral. El señor Mourelo dudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar....

Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán, El Alerta y, entre bastidores, don Álvaro y Visitación Olías de Cuervo, trabajaban como titanes por derrumbar aquella montaña que tenían encima; el poder del Magistral.