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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Era el cariño del poderoso por el débil al que protege; un amor paternal que no tenía en cuenta la semejanza de edades ni la diferencia de sexos; una ternura en la que entraba por mucho cierta lástima dulce. Se conmovió al recordar el beso humilde con que había acariciado sus manos; casi un beso de mendiga. ¡Pobre! Esto bastaba para que se creyese obligado á no abandonarla nunca.
Mi mujer me miraba con cierta maravilla, al observar la séria importancia que yo daba á un accidente tan pasajero; pero yo estaba herido por una especie de remordimiento, y no pude menos de proseguir: si aquella mendiga no hubiese perdido, como el hábito horrible de la miseria, la justa apreciacion de su decoro, si no hubiese sacrificado su dignidad al embrutecimiento que sigue siempre al desamparo y á la abyeccion; si con la sensibilidad de su cuerpo no hubiese perdido la sensibilidad de su conciencia; si aquella infeliz vieja viviese para la vida del espíritu, como vive para la vida del abandono, seguramente hubiera despreciado la donacion de mi soberbia, la jactanciosa caridad de mi egoismo; seguramente hubiera despreciado una limosna que no escucha un ruego natural; que da dos monedas, y camina ufana porque ha sido altanera y cruel.
Si yo acepto tu amor, sé lo que esto significa inmediatamente, tal vez antes de que salga un nuevo sol. ¿Puedes imaginarte tal cosa?... Mi hijo, que no sé dónde está, que tal vez ha muerto, que por lo menos sufre en este momento lo que una mendiga no permitiría que sufriese un hijo suyo, y yo, mientras tanto, entregándome á un gran amor, á una pasión de esas que devoran los días y el pensamiento entero, como si aún viviese en la primera juventud, ¡ah, no!... ¡qué vergüenza!
Me senté al lado suyo, penetrado de compasión. ¡La comprendía, la adivinaba tan bien!... ¿No había visto, hacía poco tiempo, al lado de la cama de la mendiga, a aquella criatura delicada, tan pronto confundida por una mirada, tan propensa a turbarse, tan tierna, desplegar una energía moral y una firmeza que llegaron a parecerme hasta duras, para arrancar a una pecadora al peligro de una muerte inconsciente, que hubiera sido para su fe la muerte sin perdón, la muerte eterna?
Yo no me creia hidalgo: no suponia en mí ese espíritu caballeresco que caracteriza un siglo y una raza; el siglo feudal y la raza latina; y ahora me encuentro con que ignoraba lo que sucedia en mí propio. Indudablemente tengo algo de raza y de feudo, y de ello pudiera ser testigo la mendiga.
Acogidas estas expresiones con absoluta incredulidad, y no sabiendo el lisiado qué oponer a ellas, pues toda su oratoria se le había consumido en el primer discurso, tomó la palabra el viejo Silverio, y dijo que ellos no se habían caído de ningún nido, y que bien a la vista estaba que la señora no era lo que parecía, sino una dama disfrazada que, con trazas y pingajos de mendiga de punto, se iba por aquellos sitios para desaminar la verdadera pobreza y remediarla.
¡Una saltimbanqui! exclamó la madre de Pablo, ¡yo prefería la mendiga! Y mientras Rogerio me contaba esta historia del Petit Journal, yo veía venir desde el fondo de una galería a la amazona del circo, envuelta en un maravilloso conjunto de raso y encajes, y admiraba sus hombros, su deslumbradora garganta sobre la cual se mecía un collar de brillantes, grandes como tapones de botella.
Los franceses lo pueden decir; los extranjeros no lo deben creer. En este punto no hay otra realidad, que la existencia de una ley que prohibe el pauperismo. Existe la ley; nada más que eso. El cumplimiento de esa ley, es aparente, ficcioso; un golpe de palaustre francés. Efectivamente sucede que no se mendiga por las calles; lo que nosotros llamamos mendigar.
Entre estos curiosos, acertó á detenerse una tarde M. Choron, profesor de canto y fundador de la Real Institución de Música Religiosa. La voz de la niña mendiga le interesó: era extensa y dulce, y había en ella un ardor extraño. Choron llamó á la futura histrionisa con un gesto. ¿Qué edad tienes? la preguntó. Once años. ¿Quieres que yo te enseñe á cantar? Sí, señor; ¡ya lo creo!...
Vuelvo a mi peregrinación a través de las calles. Pasan labriegos con sus largas cabazas amarillentas, de cogulla a la espalda; luego, de tarde en tarde, una vieja, vestida de negro, arrugada, seca, pajiza, abre una puerta claveteada con amplios chatones enmohecidos, cruza el umbral, desaparece; una mendiga, con las sayas amarillentas sobre los hombros, exangüe la cara, ribeteados de rojo los ojuelos, se acerca y tiende su mano suplicante.
Palabra del Dia
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