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Actualizado: 30 de junio de 2025


Acuérdate de la pobre sensitiva; ayer quise contemplarla y la encontré marchita, muerta. Haré lo que quieras, Magdalena. Siéntate y deja que me siente en este almohadón, a tus pies. Si mi amor te conmueve demasiado te hablaré como un hermano. ¡Gracias, Dios mío!

Cierta gravedad oficial, la tez marchita y como ahumada por los reverberos, no qué inexplicable matiz de satisfacción optimista, la edad tirando a madura, signos eran que denotaban hombres llegados a la meta de las humanas aspiraciones en los países decadentes: el ingreso en las oficinas del Estado. Uno de ellos llevaba la voz, y los demás le manifestaban singular deferencia en sus ademanes.

A la postre no tuvo más remedio aquél que inclinarse ante la voluntad de Dios y confesar su presencia. Lo hizo con gran placer. Después de sus sacrílegas dudas, estaba ansioso de ver los testimonios de la omnipotencia y de la bondad infinitas; quería anegarse en el océano de lo inexplicable, de lo sobrenatural, para escapar a la crítica minuciosa y perversa que todo lo marchita.

Y llegaba él, para fijarse en su belleza marchita, inadvertida de los otros, y la despertaba misericordiosamente, tomándola en sus brazos, elevándola hasta su boca. Esta felicidad había durado poco. Un pequeño rayo de sol, una risa de oro en el limbo de su existencia: un relámpago de luz alegre, y luego la noche otra vez, la desesperación de reconocer su decadencia.

¡Pues ya lo creo! dijo con el entusiasmo de un poeta el padre Ambrosio; mi vida era triste, llena de sufrimientos, llena de recuerdos, combatida por pasiones que había exacerbado la desgracia, y... si hace diez años, no hubiera encontrado a mi paso a esa niña que se arrastraba sobre sus manecitas en los corredores de la casa de vecindad donde me había llevado a vivir mi pobreza... Yo lo había perdido todo; parientes, amigos, afectos, hasta la paz de mi celda, de la cual me arrojaron las necesidades de la nación... la planta marchita y enferma que vegeta sobre un terreno ingrato, siente con delicia, y parece reanimarse al soplo de las auras de la mañana.

Rara vez las traía a casa de Osorio. Vino también la marquesa de Ujo, una mujer que había sido hermosa: ahora estaba demasiado marchita; lánguida como una americana, aunque era de Pamplona, algo romántica, presumiendo de incomprensible y con aficiones literarias.

La luz cruda hacia resaltar todos los detalles de una belleza marchita: el rostro con leves arrugas en plena juventud, el círculo de palidez amarillenta en torno de los ojos, el rosa anémico de los labios, el tinte verdoso de la tez, que no habían conseguido borrar los extraordinarios cuidados de tocador de esta mañana.

El genio no tiene precision de un pedazo de piedra, que se rompe, que se cae, que se pulveriza, como se marchita una planta, ó como una hoja es arrebatada por el aire. El genio es la santidad de la conciencia, la historia de Dios. Quede el mármol para la historia de los que tienen vanidad, de los que no tienen bastante con su alma. ¿Qué estátua mejor que esa escuela admirable?

Marchaba detrás Narcisa, muy tiesa, con la cara verde y el traje amarillo; llevaba en el pecho una margarita blanca muy marchita. Le habían puesto en los labios un candado cruel y tenía en los codos dos bocas horribles, abiertas por sangrienta desgarradura de la carne en una explosión de sapos y culebras.

Al salir de la casa volvimos á mirar al balcon; nada; ni un ruido, ni un movimiento. Aquello parecia un sepulcro. Sólo vimos una maceta con una flor marchita. ¡Agüero fatal! Las mujeres dichosas riegan las flores, y las flores están verdes y frescas. Aquella flor mústia del balcon es el vestido negro de aquella mujer, ó el vestido negro de la mujer es la flor mústia del balcon.

Palabra del Dia

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