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Como más grande, llama la atención por el volumen de su cauce, por la fuerza de su corriente, pero su majestuoso aspecto es casi siempre uniforme. El arroyo, mucho más pintoresco, aparece y desaparece alternativamente: se le ve correr bajo la sombra, ensancharse como un lago y después caer en cascada como manojo de rayos luminosos, para ocultarse de nuevo en una obscura caverna.

A tal situación habían llegado mis sentidos, cuando el sacristán, agitando un grueso manojo de llaves con cencerril estruendo, me hizo salir de la iglesia, pues yo era la única persona que en ella quedaba. Salí; la luz de la calle pareció devolverme el sentido común, que, según mi propia opinión, había perdido.

«A ver, ¿qué tal?... ¿cómo es?... ¿es guapahabía preguntado doña Lupe a Nicolás con vivísima curiosidad. Aunque el insigne clérigo no tenía cierta clase de pasiones, sabía apreciar el género a la vista. Hizo con los dedos de su mano derecha un manojo, y llevándolos a la boca los apartó al instante, diciendo: «Es una mujer... hasta allí». Doña Lupe se quedó desconcertada.

Cansado de hablar y enormemente satisfecho de la mejoría de su hermana, levantose Bou del sofá de paja, emblandecido con colchonetes de percal rojo, y estirándose, dijo: «Matías, dame las llaves, que quiero ver lo de arriba». Entregando un sonoro manojo de llaves, Alonso miró a Isidora con atención recordativa.

Al oir estas cosas se contuvo el bárbaro, ó fuese por virtud milagrosa de Dios ó por natural genio suyo, y sin responder palabra le volvió las espaldas; é ido á su casa, con un buen manojo de flechas se tornó á los suyos.

Canterac reía de él por lo bajo, afirmando que había frotado largamente sus sortijas, su cadena de reloj y hasta los gemelos de sus puños, antes de salir del bengalow, para deslumbrarlos á todos con su brillo. Una noche se presentó Pirovani vistiendo un traje de colores detonantes que acababa de recibir de Bahía Blanca, y con un manojo de rosas enormes.

Miren... y no lo digo por ofender á nadie... ¡miren con qué ramillete de claveles te acarició y te sedujo nuestro enemigo común!... Con un manojo de aulagas. Suave flor trasplantaste al jardín de tus amores... ¡Un cardo ajonjero! Hermosa debe haber sido Doña Blanca... todavía lo es; pero ¡hombre! ¡si es un erizo!

Sor Natividad, que era mujer de mucho entendimiento y estaba acostumbrada a los pueriles entusiasmos de su compañera, no hizo más que sonreír con bondad. Hubiera dicho a Sor Facunda: «qué tonta es usted, hija»; pero no le dijo nada; y sacando un manojo de llaves se fue hacia el guardarropa. «¿Pero en dónde está esa locapreguntó después.