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Actualizado: 15 de julio de 2025
Levanta los hombros, inclina la cabeza, hace un gesto de inhibición, como siempre que su príncipe le da órdenes absurdas con un rostro duro que le recuerda el de la difunta princesa en sus días borrascosos. ¿Busco á don Atilio?... Ha tenido varios lances de honor; sabe lo que es eso, y podrá ayudarme. Lubimoff acepta.
El, con los ojos puestos en ella, espiaba su rostro, esperando la caída de una mirada, de un monosílabo de aceptación. Alicia temía encontrarse con estos ojos implorantes, y entornaba los suyos. Di que sí murmuró Lubimoff , di que quieres. Por algo nos hemos encontrado; por algo viniste á buscarme. Vamos á rehacer unas vidas que se torcieron por nuestra vanidad y nuestro orgullo.
Al despertar el príncipe en la mañana siguiente, no encontró á su «chambelán». El automóvil de alquiler se lo había llevado á las siete, para que completase sus preparativos. Vagó Lubimoff por los jardines, deteniéndose ante los jaulones que albergaban diversos pájaros exóticos.
Sabe hace tiempo, por las cartas de don Marcos, que Alicia se acordó de él en su último instante, dejándolo heredero de sus minas de plata en Méjico, de todo lo que poseía al otro lado del mar: nada por el momento, tal vez en el porvenir una fortuna casi igual á la que Lubimoff tenía antes en Rusia. Permanece con los ojos fijos en la sepultura.
Servía para que perdiesen toda vergüenza. En unas cuantas horas quedaban demolidos los prejuicios de su vida anterior. Para seguir jugando ofrecían espontáneamente lo que nunca habían querido conceder. Lubimoff acogió con extrañeza esta demanda brusca. Llevaba encima muy poco dinero: él no era jugador. ¿Cuanto necesitaba?... Veinte mil francos.
El almuerzo había terminado y pasaron al hall inmediato, donde estaba servido el café. Miró el coronel en torno con inquietud, examinando las cajas de habanos, la enorme licorera con sus frascos de diversos colores puestos en fila. Mientras cortaba la punta de un cigarro, Lubimoff continuó, dirigiéndose siempre á Castro: Cuando desees... eso, te bastará con elegir en los alrededores del Casino.
Fueron tres besos rápidos, fulgurantes, que sólo duraron un segundo; tres besos que hicieron pensar á Lubimoff si lo ignoraría aún todo en la vida, pues nunca había sentido el estremecimiento que circuló por su cuerpo desde el cerebro á los pies. ¡Más!... ¡dame más! Ella rió de su gesto implorante. Se acabaron las locuras... Otro día, ¡quién sabe!... Ahora vuelvo á mis preocupaciones.
Todavía le duelen, como algo vergonzoso, las atenciones del coronel en la mesa, partiendo su carne, cuidándole como á un niño, esforzándose por suplir la ausencia de su brazo. ¡Adiós, príncipe Lubimoff!... Aunque quisiera continuar su existencia egoísta, dedicada por entero al placer, le sería imposible.
El maestro ruso, que era para Toledo un hombre antipático é inquietante, abandonó de pronto el palacio Lubimoff. Tal vez sentía celos de la influencia creciente del coronel; tal vez asuntos misteriosos lo atraían lejos de París. La princesa no experimentó ninguna pena con esta desaparición del sabio.
Contempla una brecha del horizonte, entre los Alpes y el promontorio de Mónaco, por donde acaba de ocultarse el sol. Sobre el espacio rojizo brilla una estrella que tiene las facetas y la luz de una piedra preciosa. Lubimoff piensa en los abuelos de la poesía que la cantaron hace tres mil años. Homero la llamaba Kalistos.
Palabra del Dia
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