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, ; ya me ha contado Frantz; es el destino; siempre tiene que haber algo que salga mal respondió Marcos . En fin..., en fin... Todavía permanecemos allí, con los pies hundidos en la nieve; esperemos que Piorette no dejará que aplasten a sus camaradas, y vamos a vaciar las copas, que aun están medio llenas.

Al pasar junto á dos comadres que charlaban en una esquina, oyó las siguientes palabras: Os digo que la he visto; yo misma con estos ojos que se ha de comer la tierra: es la comedianta Dorotea; pero se ha quedado que espanta; está que da compasión verla: los ojos hundidos, que le cabe un puño en cada uno; la boca torcida... ¡ella, que era tan hermosa!... dicen que ha muerto de repente.

El soldado contemplaba la cocina, muy pálido, a través del color moreno de sus mejillas, con los hundidos ojos llenos de lágrimas y sin poder dar un paso ni decir una palabra.

Si ella, aun cuando fuese por un capricho de la suerte, iba delante y se hallaba más cerca de la cumbre, su filantropía no podía extenderse a más que a dar la mano a los que estuviesen en condiciones de trepar hasta donde estaba ella, y no a aquellos que estaban tan bajos o tan hundidos en el lodo, que en vez de alzarlos, se dejaría ella arrastrar cayendo en el lodo también.

Bajo una masa de cabellos griscastaños aparecía su arrugada frente y un par de ojos azules hundidos, uno de los cuales contemplaba el mundo con especulativo asombro, mientras el otro era opaco, nebuloso y sin vista. Sus extrañas cejas venían a juntarse sobre su nariz algo carnosa, y su barba y bigote tenían ya un color gris.

repuso Nébel abriendo los ojos la señora de Arrizabalaga... Ella vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata aún de parecer bien a un muchacho. De ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y apagados ya. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos.

La llanura desnuda y severa no tenía ya ni una pizca de rastrojo seco que recordara el verano ni el otoño y no mostraba ni una sola hierba nueva que hiciera esperar la vuelta de las estaciones fértiles. En la lejanía distinguíanse muchas parejas de bueyes de pelo bermejo, arrastrando los arados, hundidos en la tierra negruzca, con movimiento lentamente uniforme.

El sapo había repetido centenares de veces sus eternas notas románticas. La luna alcanzaba ya el medio de la esfera y flotaba como una isla de oro entre los pliegues del viento. El lago titilaba bajo su blanda caricia, y la figura triste y dolorida del mayordomo aún seguía inmóvil al pie de la orilla con los brazos cruzados y los ojos hundidos en el oscuro seno del agua. Epílogo innecesario.

La tarde en que se terminó la siembra vieron avanzar por el inmediato camino unas cuantas ovejas de sucios vellones, que se detuvieron medrosas en el límite del campo. Tras ellas apareció un viejo apergaminado, amarillento, con los ojos hundidos en las profundas órbitas y la boca circundada por una aureola de arrugas.

Volvime, sin saber a quién se dirigía la pregunta, y me hallé enfrente de un hombre no muy alto, de barba y pelo cenicientos, de facciones afiladas, que me miraba con unos ojos pequeños y hundidos, y de color indefinible, esperando, a no dudarlo, mi respuesta. Como el reloj era de niquel, eché mano de él, sin temor de mostrarlo, y le dije: Las siete y veinte minutos.