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En Egipto había tenido que huir de las caricias decadentes de una condesa húngara, marchita flor de elegancia, de ojos hundidos y violento perfume, que revelaba bajo tersos y juveniles esmaltes la podredumbre de su carne. Estando en Munich cumplió veintiocho años.

Pero cuando la aprobación del cura se convirtió en entusiasmo y se manifestó más ostensiblemente fue cuando D. José comenzó a trazar la pintura de un animal monstruoso y hediendo: el rostro peludo como el de un mico, el hocico apuntado como la hiena, los ojos hundidos y atravesados, los labios colgantes, las garras como los ogros... El cura no comprendió al pronto.

El cobre es quizás mas eficaz que la plata en ciertas cáries con discrasia mas bien venosa que linfática, sobre todo si hay fiebre lenta, y si esta es remitente é irregular con abultamiento del vientre, estreñimiento, ojos hundidos, pulso pequeño y concentrado.

Los domingos iban como en peregrinación hombres y mujeres á la cárcel de Valencia para contemplar á través de los barrotes al pobre «libertador», cada vez más enjuto, con los ojos hundidos y la mirada inquieta. Llegó la vista del proceso, y le sentenciaron á muerte.

Miradle, ya está en el borde del precipicio fatal, ya está escrita en la cartera la palabra á Dios; ya vuelve en torno su cabeza desgreñada, su semblante pálido, sus ojos hundidos é inflamados, sus facciones alteradas; y ántes de consumar el atentado se queda un momento en silencio, y luego reflexiona sobre la naturaleza, sobre los destinos del hombre, sobre la injusticia de la sociedad. «Esto es exagerado, dice con impaciencia Eugenio; en el mundo hay mucho malo, pero no lo es todo.

Uno de sus hundidos ojuelos verdes relucía felinamente; el otro, inmóvil y cubierto con gruesa nube blanca, semejaba hecho de cristal cuajado. Abriendo Barbacana el cajón de su pupitre, sacaba de él dos enormes pistolas de arzón, prehistóricas sin duda, y las reconocía para cerciorarse de que estaban cargadas. Mirando al aparecido fijamente, pareció ofrecérselas con leve enarcamiento de cejas.

Al extremo de la tierra firme, en una especie, de península, pedregosa, batida del mar por tres lados había un faro, hoy día destruido, rodeado de un jardincito, con setos de tamarindos tan cerca de la orilla, que cada marea un poco fuerte quedaban hundidos en espuma. Era aquél el punto de cita elegido ordinariamente para reunirnos, como he dicho, después de las cacerías.

Un día, al salir de su escritorio para ir a comer en la casa donde estaba de huésped, encontró al aperador de Matanzuela. Rafael parecía esperarle apoyado en una esquina de la plazoleta, cuyo frente ocupaban las bodegas de Dupont. Fermín no le había visto en mucho tiempo. Lo encontraba algo desfigurado; con las facciones enjutas y los ojos hundidos en un cerco oscuro.

La enferma alargó entonces sus manos, tomó la de Florentina y la puso sobre su pecho; tomó después la de Pablo y la puso también sobre su pecho. Después las apretó allí desarrollando un poco de fuerza. Sus ojos hundidos les miraban; pero su mirada era lejana, venía de allá abajo, de algún hoyo profundo y oscuro.

Flaco, los ojos hundidos, ¡y una mirada tan triste! Aun me dan escalofrios de pensar en aquel tiempo. ¡Oh! ¡Cuánto sufrí, Dios mio! Luégo, aquel llanto tan débil que parecia un gemido... Si volviera á estar así... Si se muriera... ¿Qué he dicho! ¡Hijo de mi corazon! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . No te enfades, hijo mio.