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Actualizado: 25 de mayo de 2025


Que el sentimiento del más allá hubiera debido impedir matarse a aquella mujer, era cosa que Ferpierre creía hasta cierto punto; pero que un sentimiento más humano, enteramente humano, hubiera podido disuadirla de su funesto propósito, no le parecía improbable.

Pero Ferpierre se detuvo bruscamente, previendo que la joven no se habría quedado sin contestar: «No me reí de la mentira, porque en vez de risa tenía que causarme pena. Creyendo que usted me decía la verdad, pensó que Zakunine se acusaba por salvarme, y como él es inocente y yo soy la culpable, no me reí, sino que temblé y dije a usted la verdad...»

El ujier, pidiendo disculpa por la contravención, le entregó un pliego del procurador general: dos palabras subrayadas en un ángulo del sobre, indicaban que la comunicación era urgente. Ferpierre rompió distraídamente el sobre, pues nada le parecía urgente si no era salir de una situación tan ambigua. Dentro había dos papeles: un telegrama y una nota del procurador general.

Como si le hubieran arrancado la máscara de despreciativa y soberbia dureza, sus pálidas mejillas, sus labios entreabiertos y sus ojos extraviados expresaban el dolor, el miedo, el remordimiento, un sentimiento que Ferpierre no podía aún precisar, pero que sin duda era muy penoso. ¿Lo siente usted?... ¡Debe usted amarlo mucho!

Ferpierre, que lo había sabido todo por los diarios, le dijo: Tengo gusto en encontrar a usted. Su corazón no le engañaba: lo que usted sostuvo hasta lo último era verdad. Usted no tenía más auxiliar que su pasión, pero ésta le hizo ver con claridad completa. Florencia d'Arda no podía matarse, no podía morir voluntariamente dejándole tan triste ejemplo, sin una palabra de consuelo.

Usted ha querido hablarme dijo Ferpierre mientras se dirigía mentalmente estas preguntas y ponía en orden en la mesa los papeles, secuestrados en la habitación de la muerta y del Príncipe; aquí me tiene usted. Y ante todo ¿su nombre, su edad? Roberto Vérod, treinta y cuatro años. ¿Es usted Vérod, el escritor? . ¿Nacido en Ginebra, domiciliado en París? .

Entre aquellas cartas, la mayor parte insignificantes o reveladoras de cosas ya conocidas de Ferpierre, había algunas que el Príncipe había escrito a su amiga en los preliminares de su amor. Eran tan apasionadas y fervorosas, que casi se exhalaba de ellas un hálito ardiente: las palabras suspiraban, cantaban, ardían con llama viva.

Había cobrado Ferpierre tal afecto a la persona de la difunta al leer su historia, la veía tan noble y pura, sentía en todas las páginas de aquella confesión una sinceridad tan ingenua, que el sentido de la reticencia aparecía naturalmente justificado. «Tenía miedo de pensar.

Ferpierre se sentía, por lo tanto, animado de una secreta desconfianza contra los personajes del drama de Ouchy, que le fue narrado por el juez de paz en la villa Cyclamens, adonde había acudido al primer llamamiento. La muerta le inspiraba mucha lástima, cierto, pero si resultaba cierto que ella misma había querido abandonar la vida, tan merecedora sería del reproche como de la compasión.

Esta es mi norma, y debía ser también la suya. ¡Pero él la olvidó!... Ferpierre comenzaba a comprender. ¿Quiere usted decir que no era por el amor de usted que había dejado de contribuir al triunfo de la causa, sino por la Condesa? . ¿Por qué estaba entonces en Zurich, junto con usted, y no con ella? Por que sabía que la era odioso, pero quería hablar de ella con alguien.

Palabra del Dia

bagani

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