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Actualizado: 25 de junio de 2025
Ferpierre continuaba con redoblada curiosidad la lectura de las memorias, en busca de lo que más urgía. Después de las rápidas alusiones a la catástrofe, el magistrado no encontró más que descripciones de países. La joven viuda llevaba su luto de lugar en lugar, por el Rhin, en Holanda, en Escocia, y sólo en este último país tenían fecha las memorias.
Con tanta delicadeza y sinceridad formuló su invocación, que Ferpierre se sintió conmovido. Pero todavía no quiso provocarlo a que se hiciera reconocer, esperando ver si él mismo aludía a las relaciones que los habían unido en otros tiempos.
Ferpierre, desconcertado y confuso ante aquel misterio, discutía estas y otras cuestiones con el juez de paz en la villa, la misma tarde de la catástrofe, después de haber ordenado la traslación del cadáver a la sala de autopsias, y el embargo de todos los papeles que se encontraron en la villa Cyclamens.
En su larga y variada experiencia, Ferpierre había estudiado con mucha atención las pasiones humanas, y sabía que los amantes infieles suelen sentirse sobrecogidos, en el momento de la traición, por un movimiento de compasión hacia la persona que traicionan.
Mas para detenerse sobre una hipótesis cualquiera, era necesario todavía esperar el resultado de la autopsia; y mientras tanto, Ferpierre, que había establecido en el comedor de la villa su gabinete para la necesaria averiguación en el lugar del suceso, ordenó que hicieran entrar a Vérod.
Otra página blanca interrumpía de nuevo el diario bruscamente; y en la que seguía no había más que este escrito: «¡Padre, padre mío, vive! ¡Vive para mí!...» Y nada más.. A Ferpierre le parecía oír el grito del desesperado ruego que desde la cabecera del padre agonizante, exhalaba el pecho de la hija amorosa.
El juez de paz atribuía a esta suposición algún fundamento; pero a Ferpierre le parecía, si no del todo inadmisible, por lo menos poco probable.
«No he omitido la menor cosa: estas fueron sus propias palabras. Tiene razón. Fuera de eso, no hay nada...» Y Ferpierre, a pesar de estar acostumbrado desde hacía largo tiempo al espectáculo del dolor, se sentía conmovido al pensar cuán amarga debía haber sido la pena de esa creyente.
La muerte violenta de Florencia d'Arda, fuera por suicidio o por asesinato, era inexplicable sin una disidencia, sin una discordia, sin un drama: la hipótesis del acuerdo de las dos parejas era inadmisible en presencia del ensangrentado cadáver. Pocos estaban tan impuestos de la lucha íntima sostenida por la Condesa, como el mismo Ferpierre.
Y Ferpierre, viendo que ya en las páginas siguientes no hablaba del drama, se detuvo una vez más, para meditar lo que había leído. Entre aquellas dos almas se había insinuado la tentación; pero quien la había acogido ¡era el hombre, no la mujer!
Palabra del Dia
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