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Ferpierre veía que estas ideas debían haber preocupado a la difunta en aquel tiempo, casi lo leía entre las líneas. Y así como durante la audición de una frase musical se prevé el desenvolvimiento y la cadencia de la melodía, sus lógicas previsiones resultaban confirmadas por los siguientes párrafos de las memorias: «No he tenido valor, pero es preciso que lo tenga.

Yo no digo nada contestó Ferpierre, encogiéndose de hombros y bajando la vista a los papeles que estaban en la mesa. ¡El amante de usted ha confesado ser él mismo el asesino! Al evitar la mirada de la joven, obedecía el magistrado a dos impulsos diversos. Era penoso para su rectitud emplear la mentira por descubrir la verdad.

La pregunté: «¿No cree usted que es así?» Y ella me contestó: «Esta palabra, la palabra del asentimiento, fue la última que me dijo. Ferpierre dejó que el eco de aquella voz apasionada se perdiera. Y cruzando los brazos sobre el pecho, habló lentamente, después de un breve silencio: Resumamos.

¿Yo?... ¿Yo?... ¿Dice usted que por causa mía?... ¿Yo la he muerto?... ¡Oh! Y, ocultando la cara entre las manos, sofocó un grito de dolor sobrehumano. Ferpierre se vio obligado a guardar silencio, no tanto por discreción como porque sintió una insólita turbación. Había ido allí a instruir un proceso y mientras tanto asistía a un drama.

Allí estaba el problema moral, cuya solución habría aclarado el misterio judicial. Y la curiosidad de Ferpierre crecía, la atención que prestaba a las confesiones de la muerta se redoblaba. «¡Qué desastre para una madre, tener que despreciar a su propio hijo, al vivo fruto de sus entrañas, a la mejor parte de su ser! »La desgracia de la vida consiste en la idea de la felicidad.

Ferpierre veía confirmadas sus deducciones en las páginas posteriores. Aunque éstas tampoco tenían fecha, debían haber sido escritas después del viaje de novios: »Nada ha cambiado, pues, estamos juntos como antes. Entonces, Luis iba a nuestra casa: ahora papá viene a vernos. No ha querido que viviéramos todos en una casa: ¡a me habría gustado tanto! Y a Luis también.

Ferpierre había dispuesto ya, por intermedio de la legación inglesa en Berna, que se buscara a la hermana Brighton en Nueva Orleans, donde estaban fechadas sus cartas, para saber por ella lo que su antigua discípula la había escrito el día de su muerte.

Yo había hablado con él y a él le tocaba contestarme... observó Ferpierre con un ambiguo movimiento de cabeza, como si el celo de la joven le inspirara sospechas.

La desgraciada no confesaba que se mataba; pero el significado de las últimas palabras parecía en ese momento más claro a Ferpierre: «Es preciso que la fe sea muy robusta y busque y halle un modo de afirmarse contra la duda triunfante... »La mayor tristeza consiste en tener que renunciar a la esperanza. »La última esperanza...» «...Al dilema pavoroso: vivir pecando, o...»

¿Y hablaba de ella con usted? ¡Antes me ha declarado usted que no le había dicho una palabra de eso! Pero si hablaba con usted de la otra ¿no la amaba a usted? Nunca me ha amado. No obstante la impasible frialdad de ese rostro de estatua, había en las últimas palabras de la joven un eco doloroso que hizo pensar a Ferpierre: «¡No miente!» Y usted le amaba; ¿le ama aún?