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Actualizado: 25 de mayo de 2025
Tal era el hombre que Roberto Vérod acusaba de haber muerto a la Condesa d'Arda. ¿Será este hombre capaz de haber cometido el asesinato? se preguntaba Ferpierre, y contra la opinión de Julia Pico, se contestaba: ¡Sí, es capaz! Pero ¿había realmente dado muerte a la desgraciada Condesa? La capacidad de distinguir, por sí sola, no valía nada.
El año pasado, un día en que el señor se fue... La señora le rogó mucho que no la dejara sola... Pero él se marchó, y entonces la señora lloró mucho, mucho, y habló de la muerte... Cuando el señor volvió, yo le dije que tuviera cuidado con lo que ella pudiera hacer. ¿Qué tiene usted que contestar a esto? dijo con frialdad Ferpierre, volviéndose hacia el Príncipe y mirándolo fijamente.
Decidido a aprovechar de la generosidad de la joven, Zakunine la reconocía culpable, y desde que ella insistía en su confesión, ¿cómo desmentirlos? Ferpierre pensó en volver a llamar a la Natzichet y decirla: «¿Usted cree haberle salvado? ¡Lejos de eso, le ha perdido usted! ¿Por qué ha confesado usted? ¿Porque yo la dije que él mismo me había confesado haber muerto a la Condesa?
Porque yo tengo la costumbre de dar forma literaria al pensamiento, usted encuentra probablemente en mis palabras la exageración del artista. ¿No ha sospechado usted ya que he recurrido a los artificios del arte para expresarle mis sentimientos? Era verdad. Por más que Ferpierre se inclinara a compadecerse sinceramente del dolor de Vérod, desconfiaba de él.
De ese modo se aclaraba el misterio. Pero todavía faltaba que Ferpierre llamara a Zakunine.
Ferpierre tomó el diario, lo abrió en la página en que había encontrado las flores y lo pasó al joven. «El gozo no tiene tanta virtud para hacer olvidar el dolor, como un nuevo dolor. La noche del 12 de agosto.» Roberto Vérod contemplaba las flores muertas, y releía con los ojos enjutos aquel mortal pensamiento. Ya no podía llorar.
Parecía imposible que a la larga no tuviera sor Ana noticia de la ansiosa expectación con que se esperaba esa carta, y no comprendiera su deber de entregarla a la justicia. Mientras tanto, Ferpierre no podía ocuparse más que en el drama de Ouchy y de sus autores.
La carta dirigida por la Condesa a sor Ana Brighton habría revelado el misterio; pero no era posible encontrar a sor Ana. Ya no estaba en Nueva Orleans, donde había fechado sus últimas cartas halladas en casa de la difunta, y nadie sabía a qué país se había marchado. Ferpierre esperaba, sin embargo, que un día u otro ella misma hiciera llegar a manos de la justicia el deseado documento.
Ambos, en el primer momento, habían contestado en singular, cuando lo natural era que hubieran dicho: «Acudimos.» Ferpierre concedía cierta importancia a este hecho, del que le parecía poder deducir que no habían estado los dos juntos, como lo aseveraban. Pero ¿cuál de los dos se encontraba con la Condesa? ¿Quién mentía? ¿Sobre quién recaían las sospechas?
La Condesa nos dejó, y nosotros nos pusimos a preparar las cosas para el viaje. Poco rato después oímos el tiro. Esta es la verdad. ¿Confirma usted lo que dice esta joven? preguntó Ferpierre a Zakunine. El interrogado contestó con una breve inclinación de cabeza. ¿Cuáles fueron las palabras amargas que la Condesa profirió?
Palabra del Dia
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