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La difunta no expresaba su propio pensamiento: copiaba otra vez algo de un libro: «Nada contribuye tanto a hacer desagradable la vida, como un segundo amor. Ferpierre recordaba muy bien este juicio del poeta alemán: ¿podía la difunta haberlo citado sin aplicárselo a misma?

Enamorado de ella, su compañero constante en Zurich, ¿no habría Zakunine abandonado a los impacientes agitadores, tanto por la enervante acción del amor cuanto por la persuasión que directamente ejercía sobre él la joven? ¿No se habría propuesto ésta hacer que el joven se desengañara, demostrarle la locura de las carnicerías inútiles? Estas suposiciones parecían verosímiles a Ferpierre.

La actitud de soberbio desafío de la extranjera, la certidumbre de que también ella debía estar afiliada al nihilismo, había predispuesto en su contra al juez de paz; pero toda la severidad de Ferpierre se acumulaba sobre la cabeza del Príncipe. Desde largo tiempo atrás conocía su reputación.

Otra dificultad había, enteramente moral y más grave, la misma ante la cual se había detenido Ferpierre muchas veces: si la nihilista tenía conocimiento del amor de Florencia d'Arda por Vérod ¿cómo podía desear su mal? La rivalidad se explicaba en el caso de que la difunta hubiera tratado de detener al Príncipe a su lado: eso no había existido.

Todo el dolor que el desengaño, que la ciencia del mal hasta aquel día inesperado iban despertando en el alma de la esposa, se expresaba en aquella frase: «Tenía miedo de pensar...» y Ferpierre, leyéndola otra vez, se afirmaba en su explicación, reconocía que la imprevista solución era lógica: ilógico, o por lo menos poco atento a los antecedentes, había estado él mismo al prever un desenlace contrario.

Y Ferpierre, después de haber dado libre desahogo en los artísticos trabajos, de su primera juventud a sus pasiones vivaces, había comprendido a tiempo todo cuanto hay de exagerado, de falso y malsano en una concepción demasiado amplia y poética de la existencia, y como sus sentimientos habían llegado a ser más austeros, más severos eran por consiguiente sus juicios.

La narradora parecía contestar a la pregunta que Ferpierre se hacía mentalmente, pues el tema de las memorias variaba de una página a otra y de las especulaciones abstractas pasaba a confesiones más íntimas. «No; yo no había experimentado todavía una turbación semejante. Quisiera negarlo, pero no puedo. Esta ansiedad, esta fiebre, me eran desconocidas.

¡La víspera había oído su voz! ¡La víspera le había abierto su corazón! ¡La víspera ella había permitido que le besara la mano! Y después... ¡muerta, asesinada! ¡Y el juez no creía en el delito! ¿Y él estaba vivo? La incertidumbre del juez Ferpierre acerca del drama de Ouchy iba en aumento.

Si esa mujer creyó lo que usted la dijo, ello significa que usted dijo inconscientemente la verdad. ¡Y ha querido salvarle, porque le ha visto realmente perdido! Ferpierre no contestó. Estaba maravillado de no haberse hecho aún esa obvia observación entre tantas otras.

Mas le advierto que su delicadeza es superflua, porque ella misma ha confesado. ¿Qué? exclamó el Príncipe, con acento de profundo estupor. Que usted es su amante. ¿Ella ha dicho eso? dijo con otra exclamación el acusado, expresando con la voz y con la mirada la imposibilidad de creer en semejante revelación. Ferpierre guardó un momento silencio, ocupado en observarle.