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Al principio comprendió el error de su crimen; más tarde, vio que su libertad era segura. ¡El medio ha sido demasiado fácil! Así había pensado también Ferpierre.

Entonces, no sólo pensó en que iba a perder en la estima de usted, sino que temió también ser causa de otros males al empujar a dos hombres a odiarse, probablemente a matarse. Ferpierre había hablado con mayor dureza aún, cual si el hombre que se hallaba en su presencia fuera el acusado, no el acusador.

La incertidumbre de Ferpierre sobre el significado de estas palabras duró poco: el pensamiento de la narradora se iba precisando de página en página. Creía la Condesa que su marido no había muerto por casualidad sino deliberadamente; que al hallar una muerte tremenda bajo las ruedas de un tren él la había buscado.

Ferpierre había hablado mirando al Príncipe. Este continuaba mudo y confuso; pero la joven replicó: ¿Se asombra usted de que en el momento de dejar para siempre una persona antes amada, el recuerdo del tiempo que se ha vivido junto con ella entristezca, conmueva, haga penoso el deber de la franqueza y retarde su cumplimiento?

Cuando el joven se presentó a Ferpierre, éste vio en la palidez de su rostro, en la angustia de su mirada, en la turbación de su actitud, la confirmación evidente de que Vérod debía haber estado vinculado con la difunta por un sentimiento a la par muy fuerte y muy delicado, y en el instante, reconoció en él, sin la menor vacilación, al estudiante del curso de letras, por más largo que fuera ya el tiempo transcurrido desde la época en que ambos eran condiscípulos.

El juez Ferpierre, no, obstante los nuevos procesos y los nuevos misterios sometidos a su averiguación, fue entre todos el que más conservó el recuerdo: demasiado graves habían sido sus preocupaciones, demasiado penoso su despecho de no haber sabido ver claro en aquel enredo.

Zakunine había bajado la vista; hablaba con un acento de remordimiento tan sincero que Ferpierre se sintió impresionado. El dicho de la doncella de que su patrón había comenzado a tratar mejor a la Condesa, y el de haber éste negado tal cosa al principio, e insistir después en su negativa, perseverando, por el contrario, en culparse, hacían que la acusación fuera pareciendo menos fundada.

Pido que se me deje hablar con el juez de instrucción. Francisco Ferpierre, juez de instrucción adscripto al tribunal cantonal de Lausana, era muy joven: todavía no tenía cuarenta años.

La nihilista contestaba al juez sin mirar a su cómplice. Sólo cuando el juez se dirigió a éste para preguntarle si todavía negaba, volvió la cabeza y clavó en él la vista. ¿Es o no su querida? repitió Ferpierre mientras los dos se miraban fijamente, la mujer con serenidad dominadora, el Príncipe titubeante y turbado. Por último, el joven inclinó la cabeza como si confesara.

Los pormenores del drama escapaban a Ferpierre, pero éste los reconstruía con la imaginación.