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Actualizado: 25 de mayo de 2025
Se había quejado de la celda y de los alimentos, había pedido que la dejasen leer y escribir, y había escrito efectivamente un estudio sobre la emigración suiza, lleno de cifras y datos estadísticos. Cuando la hicieron entrar en el gabinete del director, se sentó, a una seña de Ferpierre, y sosteniendo la mirada interrogadora de éste, se cruzó de brazos.
Debajo de una fecha: «18 de junio, 1890» estaba escrito esto: «Ante Dios, para siempre.» Y Ferpierre trataba de desentrañar el sentido de aquellas palabras, relacionándolas de modo de reconstruir la historia íntima.
¿Era de esperar que Zakunine hubiera cumplido la única condición impuesta por la desventurada?... Al reconstruir con la ayuda de esas confesiones el carácter del acusado, veía Ferpierre que el juicio adverso a ese hombre, formulado por Roberto Vérod, no era fruto de la pasión.
De modo que, si no se engañaba, ese personaje debía serle conocido íntimamente: Vérod había entrado quince años antes en la Universidad de Ginebra, cuando Ferpierre seguía el penúltimo curso de leyes, y un círculo de estudiantes les había contado a ambos en el número de sus socios durante dos años.
Cuando Vérod se le presentó, Ferpierre se sintió impresionado por su palidez cadavérica, por el abatimiento que toda su persona revelaba. Aquella noche de angustia había pasado por sobre el joven como una década entera: se había envejecido diez años. ¿Sigue usted todavía comenzó a preguntarle el juez en la misma opinión de ayer? ¿Cree usted todavía que su amiga ha sido asesinada?
Esa capacidad para el crimen, la violencia de sus sentimientos, ¿no estaban desde luego escritos en su fisonomía, en su mirada? ¿No había en toda su persona, en todas sus palabras algo de duro, de fiero, una continua provocación, una sorda amenaza, una rebelión implacable? Su misma actitud ante el cadáver y durante su prisión predisponían en su contra a Ferpierre.
Estas eran las últimas palabras. ¿No debía completarse la frase de esta manera: «o morir para evitar el pecado?» La lectura de las memorias había demostrado al juez Ferpierre que la Condesa d'Arda se encontraba en situación de tener que pensar en la muerte como el único término de su desventura.
Pero los motivos que pueden haberla impulsado al suicidio, no sólo no faltan, sino que abundan. Usted tiene, no obstante, un argumento de su parte, uno solo... Ferpierre se detuvo un momento para respirar. Roberto Vérod permanecía en la misma actitud en que desde el principio lo había escuchado: la cabeza baja, las manos estrechamente apretadas, como quien espera un golpe mortal.
Faltando, por consiguente, las pruebas reales que pudieran confirmar una de las dos suposiciones, Ferpierre esperaba encontrar alguna prueba moral en el libro de memorias secuestrado con otros papeles en el domicilio de la difunta. Y la misma noche de la autopsia lo dejó con la fiebre de la curiosidad suscitada en él por el misterio.
Ferpierre llegaba así por una parte, a la confirmación de los razonamientos que se había hecho ya; pero, por la otra, se sentía inducido a considerar agravada y en mucho la condición de la Natzichet. Al ver que Zakunine no era enteramente suyo, que por amor, o por compasión, o por respeto, o por interés, pertenecía aún a la Condesa, podía la rusa haber odiado a ésta última.
Palabra del Dia
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