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Un nuevo registro en la villa Cyclamens más minucioso que el anterior, excluyó la idea de que hubiera dinero oculto en la casa, y por último, el interrogatorio de los sirvientes fue igualmente contrario a la sospecha. No quedaba, por lo tanto, más que la hipótesis de la intención del hurto, y Ferpierre no creía en ella.

La confusión del joven era extrema, pues no sabía qué podían querer de él todavía. Necesitaba, ante todo le dijo Ferpierre, reconocer mi error y decir a usted que tenía razón.

En su aspecto general, en sus ojeras profundas, era visible el trabajo que se efectuaba en su interior; pero, ¿qué era lo que lo mortificaba? ¿La injusticia de la acusación, o el remordimiento del delito? Cuando Ferpierre le preguntó si persistía en sus declaraciones, si nada tenía que añadir para justificarse, contestó con voz ahogada: No.

Ferpierre descubrió este motivo cuando leyó, entre otras cartas, algunas de negocios que el administrador de los bienes de la Condesa d'Arda le había escrito de Italia; en ellas se hablaba de letras del Príncipe, de cuentas que tenía que rendir, de sumas que se le habían enviado por conducto de banqueros.

Ferpierre se repetía a mismo que el suicidio, en tales condiciones, no era solamente posible, sino hasta casi necesario. Ya por otras razones había reconocido su verosimilitud en una naturaleza melancólica y contemplativa como aquélla, en una alma habituada a mirar asiduamente dentro de misma, a estudiar sin miedo, y más bien con una especie de complacencia los problemas de la vida.

Ferpierre admitía, pues, que la joven fuera partidaria del amor libre, pero, sin embargo, este amor debía ser correspondido, debía fundarse sobre una sinceridad, sobre una fidelidad, siquiera temporal, de que Zakunine era incapaz, como lo demostraba su pasado.

Recordando Ferpierre el relato del juez de paz, según el cual el Príncipe, a la llegada de Julia Pico, se había turbado, poniéndose otra vez a temblar nerviosamente y a respirar con ansia, pensaba que tal vez Alejo Zakunine hubiese visto en la mujer una acusadora, y que de allí proviniera su turbación.

¿Qué le importa a usted eso? respondió la nihilista, volviendo a hablar con una dureza que pareció fingida a Ferpierre. ¿Puede importar a usted lo que no me importa a misma? Si yo quisiera encontrar una atenuación para el acto que he cometido; si quisiera excusarme ante usted, ante la sociedad, diría que le amaba, que a ella la mató por celos.

¿Sabía usted que estaban celosos el uno del otro? No. ¿Tenía usted conocimiento de que, después de haberse amado, estuvieran por largo tiempo en desacuerdo? No. ¿Qué hizo usted cuando oyó la detonación? Acudí. Esta respuesta llamó la atención de Ferpierre. Si era verdad que el Príncipe y ella habían estado juntos, ¿por qué no contestaba: «Acudimos»? ¿Sola? le preguntó. Con él. ¿Y estaba muerta?

El obstáculo, si usted cree en la rectitud del alma de la Condesa, debió parecerle enorme. ¿No es cierto? Vérod no contestó. Francisco Ferpierre vio que había acertado el golpe. Considere usted que el camino en que se había aventurado no tenía salida continuó el juez al cabo de una pausa.