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Cómo pensar mi amor que la belleza No puede haber nacido en viles paños, Si pudo la fealdad en la nobleza? Así, para mayores desengaños, 2395 Mostró por variedad naturaleza De un espino la flor candida, hermosa, Y vestida de púrpura la rosa.

Es cangrejo porque se vuelve atrás de sus mismas opiniones francamente; abeja en el chupar; reptil en el serpentear; mimbre en lo flexible; aire en el colarse, agua en seguir la corriente; espino en agarrarse a todo; aguja imantada en girar siempre a su norte; girasol en mirar al que alumbra: muy buen cristiano en no votar; y seméjase, en fin, por lo mismo, al camello en poder pasar largos días de abstinencia; así es que en la votación más decidida álzase el ministerial y exclama: ¡Me abstengo! pero, como aquel animal, sin perjuicio de desquitarse de la larga abstinencia a la primera ocasión.

En todas estas andaduras y averiguaciones pasaron el mes de Febrero y parte de Marzo, Salvador muy contrariado y melancólico, Zorraquín contento y satisfecho de verse entre aquella gente. Una mañana, regresando de visitar el caserío donde los carlistas tenían sus hospitales, se le enredó la capa en un espino y quedó en dos mitades como la de San Martín. Un oficial carlista le ofreció al punto una zamarreta de piel; púsosela nuestro cura y se encontró tan bien, tan ágil, tan a gusto con aquella prenda, propia para abrigar sin impedir los movimientos, que gustosísimo la tuvo por suya y prometió llevarla siempre de allí en adelante. Como le crecía la barba, y no había querido afeitarse, ya no parecía tal cura sino un capitán de malhechores, jefe de guerrilla o cosa así.

Luego, por todas partes ciñéndolo y adornándolo todo, ramas de palmera, de espino, de abeto, de tomillo, de tuya, de romero, grandes trozos de musgo y un sinnúmero de velitas y candelas amarillas, rojas, blancas y verdes, de cuyas llamas se desprendía un humo tenue y vaporoso, que envolvía el conjunto en una neblina misteriosa y poética...

Entre los campos de trigo y los macizos de alcornoques, plateaba una corriente de agua fresca, que agradaba contemplar en esa asfixiante madrugada, y admirando a un tiempo el lujo y el orden de esas cosas, aquella hermosa quinta con sus arcos moriscos, sus terrazas completamente blancas, de flor de espino, las cuadras y los cobertizos agrupados en torno, recordaba yo que veinte años antes, cuando aquellas intrépidas gentes se habían instalado en ese valle del Sahel, no habían encontrado más que una mala casilla de peón caminero y un terreno inculto, erizado de palmeras enanas y lentiscos.

En amaneciendo fueron costeando lo restante de esta bahia: á las ocho bajó la lancha, sin poder sacarla hasta las dos y media de la tarde, que creció la marea, y rodeada toda la bahia, se volvieron al navio, y en toda ella no hallaron agua dulce, ni leña, sino tal cual matorral de sabina y espino.

Es verdad que las ramas de espino, plantadas por el campesino avariento, prohiben el paso; pero el humilde obstáculo, simulacro del temible dios Término, no tiene nada de terrorífico para los agricultores vecinos, y el camino, practicado tal vez por los hombres desde la edad de piedra, no cesa de reformarse de año en año.

Aun no tenían hojas los olmos, pero ya estaban cubiertos de brotes; los prados asemejaban un vasto jardín cubierto de margaritas; las setas de espino estaban en flor; el sol vivo y cálido hacía cantar a las alondras y parecía atraerlas hacia el cielo, de tal modo subían en línea recta y volaban alto.

Algunos, viéndole de lejos, solían volver los pasos atrás y dar un rodeo para ir al río ó á la fuente. ¡Eh! ¡eh! mozos gritó desde su silla al grupo de jóvenes que se hallaba enfrente al lado de la tapia de la pomarada. ¿Á que os huele la cabeza hoy á roble ó á espino? Los chicos, entre los cuales se hallaban Quino, Celso y Bartolo, le dirigieron una mirada de soslayo y no se dignaron contestar.

Verdad es que para tenerlas, no reparaba en escrúpulos, y así se las manejaba de manera harto donosa, siendo protector de rufianes y valentones, á quienes sacaba el dinero por tenerlos al amparo de la justicia, teniendo de su particular predilección á Juan de Barrio, rufián célebre en Sevilla por sus tropelías, y á otros no menos conocidos como Francisco de Espino, Francisco Bautista, Medrano y Escamilla, siendo también muy señalada su protección á la Garrida y á María Pérez, dos mozas de chapa, regatonas de pescado en la Costanilla.