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Actualizado: 3 de mayo de 2025
Visitó al cardenal para quejarse de las gentes del claustro, y Su Eminencia, que vivía en perpetua indignación, se enfureció escuchándole, faltando poco para que le pegase. ¿Por qué le iba a él con tales cuentos? ¿Para qué le había concedido autoridad? ¿Es que bajo la sotana no tenía nada de hombre? El que faltase a la buena disciplina de la casa, ¡a la calle inmediatamente!
En su discurso citó infinitas veces los nombres de Cobden y la Liga de Mánchester, sobre los cuales se detenía con particular cariño, tanto que Miguel en una temporada no le llamó más que «el coaligado de Mánchester.» Algunos de los socios salieron del salón antes de concluir; la mayoría, no obstante, se quedó escuchándole con atención. Al terminar le dieron algunos aplausos de cortesía.
¡Que nadie toque á ese hombre! decía . Ninguna mano humana debe ofenderle. Supondría, en caso de agresión, que yo ó el gobierno habíamos dado la orden. ¡Lo declaro sagrado!... Y escuchándole, pensaba que, si mi protector quería declararme «sagrado» con la misma voz y poniendo los mismos ojos, consideraría oportuno tomar el primer tren que saliese para la frontera de los Estados Unidos.
Inmediatamente el marquesito, puesto ya en el disparadero, se lanzó a una serie interminable de descripciones cinegéticas, de aventuras maravillosas, de lucha espantable con los jabalíes. En todo cazador por honrado que sea dormita siempre un embustero. Cuando despierta cuesta trabajo dormirle. Clara lo sabía, pero así y todo se hallaba arrobada escuchándole.
Treinta años lo conozco, señor. Vendemos en diferentes barrios, pero nos vemos todas las madrugadas al hacer nuestras compras, y por la noche volvemos á encontrarnos en la misma taberna. ¡Un infeliz! Ahora sus asuntos andan mal; trabaja poco; sabe demasiado. Su protector le enseñó muchas cosas; él me las dice, y yo paso las horas muertas en la taberna escuchándole.
19 Mas Herodías le acechaba, y deseaba matarle, y no podía; 20 porque Herodes temía a Juan, conociéndolo varón justo y santo; y le tenía respeto; y escuchándole, hacía muchas cosas; y le oía de buena gana. 21 Y venido un día oportuno, en que Herodes, en la fiesta de su nacimiento, daba una cena a sus príncipes y tribunos, y a los principales de Galilea;
Febrer, otro vagabundo como él, gozaba escuchándole. Los dos habían vivido una existencia agitada y cosmopolita, distinta de la monótona vida de los isleños; los dos habían gastado el dinero con prodigalidad.
Cuando tú estás, le decía Carmen, Julio apenas conversa, lo mismo que tú. ¡Ah, si pudieras oírle cuando se anima y cuenta el argumento de alguna comedia o habla de cosas ideales! ¡Con qué atención nos quedamos escuchándole y deseando que no termine nunca! Engaña mucho esa frialdad que tú le ves.
Una de estas veces marchaba Facundo Quiroga por una calle seguido de un ayudante, y al ver a estos hombres con frac que corren por las veredas, a las señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea una mirada de desdén sobre aquellos grupos, y dice a su edecán: «Este pueblo se ha enloquecido.» Facundo había llegado a Buenos Aires poco después de la caída de Balcarce. «Otra cosa hubiera sucedido decía si yo hubiese estado aquí. ¿Y qué habría hecho, general? le replicaba uno de los que escuchándole había; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe de Buenos Aires.» Entonces Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negra melena, y despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca: «¡Mire usted!, habría salido a la calle, y al primer hombre que hubiera encontrado, le habría dicho: ¡sígame!; ¡y ese hombre me habría seguido!» Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga, tan imponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista aterrado, y por largo tiempo nadie se atrevió a desplegar los labios.
Sacó, en esto, de la faltriquera un pañuelo randado, para limpiarse el sudor, que llovía de su rostro como de alquitara, y apenas le hubo visto Cortado, cuando le marcó por suyo; y habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las Gradas, donde le llamó y le retiró a una parte, y allí le comenzó a decir tantos disparates, al modo de los que llaman bernardinas, cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir jamás razón que comenzase, que el pobre sacristán estaba embelesado escuchándole; y como no acababa de entender lo que le decía, hacía que le replicase la razón dos y tres veces.
Palabra del Dia
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