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En carta que escribía al general La Madrid en 1832, le decía: «Cuando fuí invitado por los muy nulos y bajos Bustos e Ibarra, no considerándoles capaces de hacer oposición con provecho al déspota presidente don Bernardino Rivadavia, los desprecié; pero habiéndome asegurado el edecán del finado Bustos, coronel don Manuel del Castillo, que usted estaba de acuerdo en este negocio y era el más interesado en él, no trepidé un momento en decidirme a arrostrar todo compromiso, contando únicamente con su espada para esperar un desenlace feliz... ¡Cuál fué mi chasco...!»

Era asombroso ver cuántas caras conocidas encontré esa mañana; pares ingleses y sus esposas, miembros del parlamento, magnates financieros, tiburones de la City, grandes fabricantes y turistas de todas las nacionalidades y condiciones. Su alteza el Conde de Turín, que volvía de los ejercicios, pasó a caballo riendo con su edecán y saludando a todos aquellos que conocía.

¡Señor, que ya se le ve! dijo de allí a un rato el edecán. Cierto, ¡ya se le ve! ¿Y qué hacemos, mi general? añadió el edecán. Mire usted contestó el general, como hombre resuelto, mande usted que le tiren un cañonazo, veremos cómo lo toma. ¿Un cañonazo, mi general? dijo el edecán. Están muy lejos aún. No importa, un cañonazo he dicho repuso el general.

Indignó la gacetilla en alto grado a todos los amigos de Belinchón, e hizo crecer en sus corazones el fuego de la venganza. Por lo bien escrita y malintencionada, achacábase comúnmente a Sinforoso Suárez. ¿Cómo? ¿Sinforoso no era el redactor principal de El Faro, el amigo fiel y edecán de don Rosendo? Ya no.

Abocose a ella la comandanta, como un edecán de parada, para decirle que en la calle, frente al mismo portal, se había puesto un condenado pianito, tocando jotas, polkas, y la canción de la Lola; que esto era una irreverencia y no se podía consentir.

Acaso rija en los teatros la idea de aquel famoso general, de cuyo nombre no me acuerdo, si bien he de contar el lance que los actores, muchos, pero malos, me recuerdan. Hallábase con su gente este general en su posición, y recibió aviso de que se acercaba a más andar el enemigo. Mi general le dijo su edecán, ¡el enemigo! ¿El enemigo, eh? preguntó el general. Déjele usted que se acerque.

Allí estaba, pues era punto fijo en la tertulia, un señor Novillo, apoderado político del duque y edecán de la duquesa. Este Novillo tenía sus pujos de señorón, pero a me hacía el efecto de un criado vestido con el traje de día de fiesta. Hablaban todos, menos mi padre, siempre guiados por la duquesa, de chismes y cuentos locales.

Pero, señor contestó el edecán despechado, un cañonazo no alcanza. ¿No alcanza? interrumpió furioso el general con tono de hombre que desata la dificultad, ¿no alcanza un cañonazo? No, señor, no alcanza dijo con firmeza el edecán. Pues bien concluyó su excelencia, que tiren dos. Eso decimos por acá. Darle un actor malo al público a ver cómo lo toma. ¿No alcanza, no gusta? darle dos.

Entonces gritó Leto a su edecán: ¡Cornias... a virar! ¡Salta escota foque! Obedeció Cornias en el aire; orzó Leto vigorosamente, y el yacht fue virando y enderezándose, hasta ponerse horizontal como le quería don Alejandro, y, según la lengua del oficio, a fil de roda, es decir, cara a cara con el viento.

León era un revolucionario. Contábase que había sido en su juventud amigo y edecán de Riego, que había servido después bajo las órdenes de Espartero, y algunos añadían que había estado en capilla para ser fusilado como conspirador.