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Aquel público, que se sabía de memoria la ópera, estaba en el secreto. No se presentaría ningún guapo. Después, con acompañamiento de tétrica música, avanzaron las damas veladas para llevarse la condesa al suplicio. Todo era broma; Elsa estaba segura.

Lenta y gravemente se adelanta su magnífico caballo... Pero no va nadie en la silla. En lo alto de la escalinata aparecen cuatro sombras, y desaparecen al punto en las tinieblas. ENRIQUE. ¡Adiós, amor mío! ELSA. ¡Un momentito más! ENRIQUE. Están ya a la puerta. Hemos convenido en que si yo no los respondo a la tercera llamada, invadirán el patio del castillo.

Nunca una cosa así ha deshonrado a nuestra familiaEL CONDE. ¡Más aprisa, muchacho! ASTOLFO. El conde añadió: «Coge tres hombres, cae sobre el malhechor, átale a los pies plomo y piedras y...» VALDEMAR. ¿Y lo has hecho? ¡Oh, cielos! ¿Dónde está el duque entonces? ELSA. ¡Enrique! ¡Espectro querido de los labios ardientes! ¡Voy a reunirme contigo, amado mío!

En lo alto de la escalinata aparece Astolfo. ELSA. ¿Por qué me habéis hecho esperar tanto tiempo? He creído morir de angustia y desesperación. Enseñadme la faz... Si sois vos... eres ... ¿Por qué no dices nada, Enrique? ¿Acaso has muerto y no eres más que tu espectro? ENRIQUE. , soy mi espectro. ELSA. ¿Pero cómo queman tus labios de tal modo? Los labios de un espectro están fríos y mudos.

audaz y noble como tu prometido, Elsa. Es verdaderamente irritante: ¡un conde miserable se opone a esa boda, grata a los ojos del emperador! Si el pobre conde se obstinase, el duque se arrastraría hacia el trono del emperador y le rogaría que le diese lo que no le pertenece: la hermosa hija del ridículo viejo. ¡Y la hija se daría gustosísima al noble duque, mientras su viejo padre!...

La servidumbre se ríe a hurtadillas cuando mando levantar los puentes; sabe que eso es inútil, porque se puede penetrar en el castillo por los muros agujereados. ¡Levantar los puentes! ¡Ja, ja, ja! ELSA. No eres justo, padre; mi Enrique es honrado y noble. ¿No te ha tendido la mano para obtener tu gracia? EL CONDE. , y yo no he aceptado esa mano.

Doña Sol ponía los dedos en el teclado, mientras sus ojos vagaban en lo alto, echando la cabeza atrás, temblándole el firme pecho con los suspiros musicales. Era la plegaria de Elsa, el lamento de la virgen rubia pensando en el hombre fuerte, el bello guerrero, invencible para los hombres y dulce y tímido con las mujeres.

Algunas señoras se llevaban a los ojos una punta del guante, y en el paraíso, un vejete lloriqueaba metiendo la nariz en el embozo de la capa para sofocar sus gemidos. Los vecinos se reían. ¡Vamos hombre, que no era para tanto! La representación seguía su curso en medio de los ecos del entusiasmo. Ahora el heraldo invitaba a los presentes, por si alguno quería defender a Elsa. Bueno, adelante.

Tienen miedo de que me suceda alguna desgracia. ELSA. , mi padre está furioso. ENRIQUE. Le reservo una sorpresa: cediendo a mis ruegos, el emperador se ha dignado devolver a tu padre todos sus antiguos dominios. ELSA. ¡Qué bueno eres! ENRIQUE. ¡Cuánto te amo! ¡Adiós, mi amor, mi dicha, mi sol de mañana!

ASTOLFO. Los barones están furiosos; desde por la mañana están esperando al duque, al noble prometido de la noble condesa Elsa. EL CONDE. ¡Los barones! Y , Astolfo, ¿estás contento? A juzgar por tu cara, me parece que no. EL CONDE. Vuestro prometido no se apresura demasiado, condesa Elsa; hace largo rato que ha anochecido, y sigue sin venir.