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Actualizado: 17 de julio de 2025
Hoy la Torre de Londres no es una fortaleza, sino apenas un museo de guerra, es decir, el museo de la muerte; ó sea una lápida de la tumba de ocho siglos de violencias, de crímenes y de gloriosas revoluciones tambien. Una dé las torres se llama la sangrienta: fué en su recinto donde tuvo lugar el horrible asesinato de los hijos de Eduardo IV, en 1488.
Enseñé el bridge al mayordomo y a su mujer, culto matrimonio de ingleses, al médico del pueblo, a varios vecinos estancieros y a otras muchas personas. Supe inculcar a todos el entusiasmo de mi amigo Villalba, repitiéndoles cuanto le oyera respecto de Eduardo VII y demás. El bridge llegó a ser el juego predilecto del mundo «fashionable» de Venado-Tuerto.
Sí, mi querido Eduardo, sería superfluo, sería indigno de mí ocultarte este sentimiento que me domina, que llena, que absorbe mi existencia. ¡Infierno y paraíso! ¿Quién hubiera pensado que a los veintiocho años la vista de una muchacha toda sencillez y bondad y nada llamativa, me subyugaría como en el tiempo de la debilidad y la ignorancia de mi corazón? ¿Quién podría expresar el éxtasis y el delirio que yo experimento al solo recuerdo de sus facciones y al solo rumor de su nombre?
Con esto Berenguer sin advertir en lo pasado, y en los daños en que su confianza le habia puesto, se fué á la Capitana, donde Eduardo de Oria con otros muchos caballeros le recibió y acarició. Comieron y cenaron juntos con mucho gusto y amistad, tanto que Berenguer se quedó á dormir en la Capitana, prosiguiendo hasta muy tarde algunas platicas en razon de su conservacion.
Vea usted aquí, señor Fígaro, a Eduardo Priestley, humilde servidor de usted, cuyo destino debía haber sido sin duda ser inglés, protestante y rico, español, católico y pobre, sin que pudiese encontrar más causa de este trastrueque que las circunstancias. Ya usted ve que la tomaron conmigo desde pequeñito. Mi madre era mujer de rara penetración y de ilustradas ideas.
Tomemos, pues, menos por lo serio las Odas de D. Eduardo Marquina para dejarle en paz con los poderes celestiales y prevenir cualquier milagro que le perjudique. Con tal limitación bien puede afirmarse que las Odas tienen algo a modo del Prometeo encadenado, de Esquilo, y algo también, sin que las aceptemos como profecías, de las visiones de Ezequiel y del Apocalipsis del Aguila de Patmos.
Algunas veces me dan licencia para viajar en compañía de mis alcaydes; y he venido á pasar el carnaval á Venecia. Dixo luego el tercero: Yo soy Carlos Eduardo, rey de Inglaterra, habiéndome cedido mi padre sus derechos á la corona.
Desde la partida de Adela, yo me había impuesto el fácil deber de substituirla en la distribución de socorros a los enfermos de la choza; oficio bien agradable, Eduardo; esas buenas gentes la han visto también y no me hablaban más que con enternecimiento.
Llegados ambos jinetes con los tres caballos á la entrada del palenque, dió el escudero aquel vibrante toque que tanto sorprendió á los espectadores. ¿Quién es ese caballero, Chandos, y qué desea? preguntó el príncipe Eduardo. Á fe mía, replicó el canciller con no disimulada sorpresa, que ó mucho me engaño ó es un noble francés.
Eduardo, apasionado hasta el extremo de la bella Condesa, y persuadido de que serán vanos sus esfuerzos para lograr sus deseos, intenta forzarla; pero ella es bastante discreta para burlarse de todas sus estratagemas, y llega á dominarlo de tal modo con la nobleza de sus sentimientos, que su amor sensual se trueca en respeto y veneración, y después, cuando cesa la lucha entre esos tres poderes, ella le ofrece voluntariamente su mano.
Palabra del Dia
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