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Actualizado: 8 de junio de 2025
Por último, resolvimos asistir nosotros también al espectáculo que se preparaba en la vecina villa, y poniéndonos en marcha, pronto recorrimos las dos leguas de camino llano. Mucho antes de llegar divisamos una gran columna de humo que el viento difundía en el cielo. La villa de Valdepeñas ardía por los cuatro costados.
A pesar de los mil murmullos y gritos de tan gran número de gentes, que reían, chillaban, hablaban o disputaban, el majestuoso sonido del órgano y el canto sagrado de los frailes, repercutiendo en las altas bóvedas del templo, salía a veces de él y se difundía en ráfagas sonoras sobre los asistentes que se hallaban más cerca.
Me deslizaba en la sombra de los follajes y me decía: Aquí es donde se han dado cita. Me dejaba caer en los bancos de césped húmedo y me decía: Aquí es donde han cambiado dulces palabras. El jardín entero, la casa, el patio y todo lo que conocía desde que había venido al mundo, se iluminaba de repente con una nueva luz que se difundía por todas partes con un reflejo purpúreo.
La fama de Gabriel se difundía entre el personal humilde del templo. Los domésticos de la Primada se hacían lenguas de su sabiduría. Los clérigos fijábanse en él, y más de una vez el canónigo bibliotecario, al pasearse por el claustro alto en las tardes lluviosas, había intentado hacer hablar a Luna.
La solemne dulzura del ambiente se difundía en su alma, y su sentido creía respirar el perfume de las corolas innumerables abiertas abajo, entre las losas y desteñidas al par de los tallos por la fantástica ceniza de la luna. No se escuchaba el más leve murmullo. El sosiego era profundo, pero su espíritu no se sentía verdaderamente solo.
Así, las caras estaban alegres en la mañana siguiente, cuando, soltando los cables, el vapor se puso en movimiento. Sólo unos ojos, llenos de lágrimas, seguían la marcha oblicua de una pequeña canoa que acababa de separarse del Confianza y en la que iba un hombre joven, con el corazón no más sereno que aquel que asomaba a los llorosos ojos y se difundía en la última mirada...
Mil veces había sentido el brazo de Soledad sobre el suyo, sin que su dulce peso le hiciese estremecer de alegría, sin pensar que llevaba sobre sí un tesoro. ¿Por qué era tan exquisita la sensación que ahora percibía? El suave calor de aquel brazo, trasmitido al suyo, se difundía por todo su cuerpo inundándole de felicidad.
Marchaba doblado por la cintura, con las piernas muy abiertas y rígidas. Así precedió a Maltrana por un pasillo lóbrego, bajo de techo y tan angosto, que los codos rozaban los objetos raros empotrados en la pared. La débil claridad que pasaba por un bote de escabeche puesto a guisa de claraboya difundía una luz amarillenta al final del pasillo, danzando en su pálido rayo un enjambre de moscas.
Los salones estaban, sin embargo, profusamente iluminados por mil lámparas de oro, cuyo perfumado aceite difundía suavísima fragancia.
A no estar Lucía vuelta de espaldas a la luz, Artegui pudiera haber visto el júbilo que se difundía por su rostro, y sus ojos que un segundo se alzaron al cielo dando gracias. Los brazos de Artegui, abiertos esperaban, Lucía se inclinó, y más rápida que las golondrinas, cuando al cruzar los mares rozan el agua, apoyó un instante la cabeza en los hombros de Artegui.
Palabra del Dia
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