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Vio que las costumbres de Madrid se transformaban rápidamente, que esta orgullosa Corte iba a pasar en poco tiempo de la condición de aldeota indecente a la de capital civilizada. Porque Madrid no tenía de metrópoli más que el nombre y la vanidad ridícula. Era un payo con casaca de gentil-hombre y la camisa desgarrada y sucia. Por fin el paleto se disponía a ser señor de verdad.

La entereza y tenacidad de M. de Lesseps triunfaron una vez más contra el nuevo inconveniente; pero los Estados Unidos, lejos de declararse vencidos, reanimaron la cuestión bajo la forma diplomática, tocando el papel primordial en el memorable debate que en el momento de escribir estas líneas aun no se ha agotado, a M. Blaine, cuyo rápido paso por el Gobierno de la Unión ha marcado una huella tan profunda, y cuya reputación, después de la caída, ha sido desgarrada tan sin piedad por sus adversarios.

Estaban los muebles en desorden y empolvados, las sábanas del lecho amarillentas y mal zurcidas, y sobre la colcha rameada, tumbado como un despojo, el Niño Jesús, calvo y tuerto, lleno de heridas y con la túnica desgarrada. La propia Carmencita completaba aquel cuadro de punzadora tristeza.

Entonces adquirió conocimiento exacto de su situación, y vió que estaba en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, inclinada la frente, caído y revuelto el cabello. El sombrero rodaba á su lado, su ropa estaba desgarrada y sentía un dolor agudísimo en el codo izquierdo, duramente estropeado en la caída.

No era el caso de discutir proposiciones, sino de extirpar de cuajo las bubas aquellas y cicatrizarlas para siempre con el fuego purificador. Nada de complacencias, ni melindres. ¡La podrido a la hoguera, y amén! ¡Ah! ¡qué sería de España si llegara a verse desgarrada por una guerra de religión como las naciones del Norte! Sus enemigos no dejarían escapar la coyuntura.

Y Rocchio, desgarrada la pechera, babeando de rabia, repetía: ¡Ah, brigantes! ¡ah, estafadores! ¡Sacramento! ¡Sacramento! Del torbellino fué arrancado el vengador, que sonreía con desprecio, por un grupo de amigos; a tiempo que salía, del pasillo, a paso de carga, el escuadrón de Quilito y se lanzaba a la pelea, al grito de ¡muera Schingen! Don Raimundo pasaba, buscando asustado la salida.

Sobre la chimenea, un reloj de bronce muy elegante alternaba indignamente con dos perros de porcelana dorados, de malísimo gusto, con las orejas rotas. Las láminas de las paredes estaban torcidas, y una de las cortinas desgarrada; el piso lleno de manchas; la lámpara colgante con el tubo ahumadísimo.

Después entró a la casa, quitose el sable y cambió el quepis por un viejo sombrero de paja de cinco sueldos, y se fue a buscar al cura al jardín. En efecto, el pobre abate estaba muy triste. No había pegado los ojos en toda la noche, él, que generalmente dormía con tanta facilidad como un niño. Su alma estaba desgarrada. ¡Longueval en manos de una extranjera, de una hereje, de una aventurera!

Pero un momento después, aquella madre desgarrada por el dolor, aquel ser que sólo parecía capaz de ruegos y de lágrimas, púsose en pie de un solo impulso, irguiendo su talle ante Ramiro. Era una transformación asombrosa, una ballestada del ánimo. Todo el brío de la estirpe brilló un momento en aquella frente de abadesa indignada. Con voz casi hombruna y justiciera, exclamó: Basta de blanduras.

Trovador tropezó, por desgracia, lanzándome con violencia al suelo, y echando á perder mi falda, la segunda que llevo desgarrada y manchada esta semana, para mayor indignación de mi madre y dolor de Águeda, mi buena aya.... ¿Y después? preguntó ansiosamente Roger.