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Estaban los muebles en desorden y empolvados, las sábanas del lecho amarillentas y mal zurcidas, y sobre la colcha rameada, tumbado como un despojo, el Niño Jesús, calvo y tuerto, lleno de heridas y con la túnica desgarrada. La propia Carmencita completaba aquel cuadro de punzadora tristeza.

Xuantipa se ataviaba a la usanza, llamativa y gentil, de las menestrales: pañuelo de seda amarillo al cuello, pañoleta de Vergara, de colores vivísimos, cruzada al pecho y anudada a la espalda, falda de cretona azul, rameada en blanco. Belarmino vestía a lo señor.

Y el papá vino a verla, vestido con una bonita «robe-de-chambre» de seda azul rameada de negro. ¡Parecía un chino con esa «robe-de-chambre»!... Pero como era también muy bueno, se enteró de lo que quería su hijita inválida, y cambió con su mamá algunas palabras. Aunque hablaban en voz baja y en el otro extremo de la pieza, Lita les oyó perfectamente...

El último destello de su pensamiento fue para decirse que iba a morir, que tal vez había muerto ya, restándole sólo la postrera vibración vital, la estela agitada de una existencia que huía para siempre. Aún volvió a la vida. Abrió los ojos trabajosamente, y vio el sol al través de un ventanillo con hierros, unas paredes blancas y una cama con cobertor de percalina rameada y sucia.

Era una antigua payesa que aún conservaba el traje de su pueblo: jubón obscuro, con doble fila de botones en las mangas; falda clara y rameada, y cubriendo su cabeza el rebocillo, blanco velo sujeto al cuello y al pecho, por debajo del cual se escapaba la gruesa trenza que llevaba postiza y muy negra rematada por largas cintas de terciopelo.

Por los cristales agujereados entraba el soplo gélido de los huracanes, y la colcha rameada de la camita temblaba estremecida por aquellas ráfagas yertas, que adquirían voz de sortilegio y de amenaza.

Abultaban su volumen una docena de zagalejos bajo la rameada falda, y cuando se sentaba abría las piernas de tal modo, que, combándose las ropas, formábase entre sus muslos de yegua rolliza un abismo insondable.

El peinado era una obra maestra, gran sinfonía de cabellos, y sus hermosos ojos brillaban al amparo de la frente rameada de sortijillas, como los polluelos del sol anidados en una nube.

Nada pudo detenerla: ni las súplicas de su mamá para que descansase, ni siquiera la severidad de que se armó su padre, todavía vestido con su bonita bata azul rameada de negro.