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Actualizado: 25 de octubre de 2025


Delaberge se volvió y al través de la bruma envolvió en una última mirada las casas grises del pueblo, el estanque en que los cañaverales temblaban, el repliegue del valle en que Rosalinda se escondía y lanzó un profundísimo suspiro.

Y éste galantemente lo presentaba ya para que se apoyase en él la señora, cuando interrumpiéndose ésta con aire consternado se volvía hacia la recién llegada y tomándole una de las manos murmuraba: ¡Qué distraída soy!... Es necesario que antes le presente a mi querida amiga... Camila Liénard, propietaria de la Rosalinda, en Val-Clavin... El señor Delaberge, inspector general de montes.

Así, pues, no le preocupe la opinión de los demás: deje a un lado todo prejuicio, siga sus propias inclinaciones y ame usted a quien le ama. Gracias, señor Delaberge respondió ella, premiándole sus consejos con una mirada llena de ternura; tiene usted razón completa, y no escucharé sino la voz de mi corazón.

Delaberge se le quedó mirando lleno de sorpresa, preguntándose si no estaría loca aquella mujer. No la entiendo... ¿Qué quiere usted decir? Nada, nada... Se vio entonces que hacía grandes esfuerzos para recobrar su impasibilidad de figura de cera y prosiguió: Deje usted que hable con Simón; será mejor para y para usted... Prométame que se marchará usted apenas quede arreglado este asunto.

Recordaba sus menores palabras y se las repetía complacientemente, como nos gusta oler de vez en cuando la rosa que hemos arrancado al paso. Cuando le vio aparecer en el encuadramiento de las cortinas del salón, Camila Liénard dejó precipitadamente el bordado en que trabajaba; brillaron sus ojos y una rápida oleada de rubor coloreó sus mejillas. ¡Bienvenido, señor Delaberge! dijo.

Delaberge en su interior decíase que hubiera preferido comer a solas con la viuda. Esta, con su vivacidad de siempre, abrió una de las ventanas y mostrando a su huésped los jardines le dijo así: No piense usted escapar a las molestias de una visita completa, pues me siento siempre propietaria... Antes, sin embargo, será preciso que me dispense por algunos minutos....

Mientras el viajero saltaba del coche, el señor Princetot se decidió a llamar a su criado, ordenándole que se hiciese cargo del equipaje. Delaberge había resuelto por último marchar valientemente hacia las soluciones más breves. Subió ligero los cinco escalones, entró con el dueño de la casa en la cocina en que relucían innúmeras cacerolas de cobre y fue el primero en hablar.

Nuevas instrucciones en este sentido se mandan al inspector provincial de Chaumont. Plegó Delaberge tranquilamente el telegrama y se lo metió en el bolsillo. Su rostro expresaba una visible satisfacción. Señora Princetot dijo, marcharé mañana por la mañana y le agradeceré, lo mismo que al señor Princetot, que me preparen esta misma noche la cuenta...

Meditando sobre todo eso, Delaberge volvió a su mesa de trabajo, releyó su informe, examinó de nuevo las notas puestas en los planos y doblando cuidadosamente todos esos papeles, los metió en un sobre. Quiso llevar él mismo el pliego a correos, y luego, cuando ya lo hubo dejado en manos de la receptora, regresó despacio a la hospedería.

En este cuarto había una gran cama muy bien puesta y tenía dos ventanas, una que daba a la calle y la otra al jardín, el cual iba subiendo en suavísimo declive hacia los bosques. Apenas había tenido tiempo Delaberge de quitarse el polvo del camino y de arreglarse un poco, cuando llamaron discretamente en la puerta de su cuarto y no sin una pequeña emoción contestó Delaberge que se podía entrar.

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