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Actualizado: 25 de octubre de 2025
La manera de poner otra vez en orden sus cabellos, de lavarse los ojos y de arreglarse las ropas, recordó de pronto a Delaberge los tiempos lejanos de sus citas amorosas en que usaba de las mismas minuciosas precauciones al abandonar sus brazos.
En cuanto a Delaberge sentíase a la vez sorprendido y encantado de la visible simpatía de que le daba testimonio aquella mujer. La escuchaba con placer y sentíase refrescada el alma por la gracia natural del buen sentido y la noble alegría de su vecina.
Ahora confiesa todas las semanas y comulga todos los domingos, y por eso no gusta de ver a las gentes que la han conocido en tiempos en que, más que ir a misa, agradábale acudir a una cita. Poco deseoso Delaberge de sostener una conversación que comenzaba de este modo, hizo ademán de proseguir su camino, cuando la Fleurota, poniéndose en pie, añadió sonriendo con malicia.
Se recostó descuidadamente en uno de los brazos del canapé y, por encima de su abanico que agitaba lentamente, se quedó contemplando a Delaberge con la sonrisa en los labios. Este, ya receloso y colocado en actitud defensiva, estudiaba detenidamente el rostro de su vecina. Pronto sintióse tranquilizado por completo.
Todo esto, no obstante, pudo durar tan sólo unos segundos. La señora Liénard insinuó una amable reverencia; Delaberge tomó de nuevo el brazo de la señora de la casa y entraron todos en el comedor.
Abrió la lavandera su desdentada boca y rióse desvergonzadamente; después fijó sus maliciosos ojos en el rostro del inspector general y exclamó: ¡Pardiez!... Tiene a quien parecerse... También usted, señor Delaberge, también usted era un excelente muchacho en la época en que nació ese niño... Delaberge se estremeció.
No, señora mía; cuanto acaba usted de decir es muy justo y muy sensato y le aseguro que su manera de pensar lo hace todavía más simpática a mis ojos. Entonces, ¿es usted de parecer que, si encontrara un día el ideal que acabo de esbozarle, podría tomarlo por marido sin hacer lo que se dice una tontería? Sin duda ninguna. Exhaló Delaberge en un suspiro su última ilusión y se levantó.
Mas era preciso que obedeciese Delaberge al mandato administrativo; la hostelera no se había engañado nunca a sí misma y pensaba que algún día la había de abandonar y, aunque suspirando hondamente, al fin se resignó. Una semana después el guarda general se marchó a París, no sin sentir en el fondo de su espíritu como una vaga liberación.
Ha sido usted muy amable cumpliendo tan puntualmente su promesa... Grande es mi contento... Y le tendió la mano, que el inspector general besó con caballeresca galantería. No había de olvidar lo prometido repuso Delaberge reteniendo un momento los dedos de la joven entre los suyos. ¿De qué se trata, señora mía?
Mientras, tanto iba pasando el invierno, reverdecía la primavera en los bosques y bajo su influencia una familiaridad cada vez mayor fue estableciéndose entre Delaberge y la señora Princetot. Un domingo por la tarde había subido Miguelina al cuarto del forestal y allí, asomada a la ventana, se esforzaba por alcanzar las ramas de un florido tilo que subía por la fachada de la casa.
Palabra del Dia
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