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Actualizado: 25 de julio de 2025


Escondido el rostro entre sus manos, la señora Princetot movía negativamente la cabeza y se limitaba a repetir con obstinación. ¡Ay, Dios mío!... ¡Dios mío!... ¿Por qué... por qué?... Se defendía aún, pero mucho más débilmente. ¿Por qué? replicó Delaberge.

Se desnudó y filosóficamente se metió en la cama. Delaberge era la puntualidad misma. A la hora convenida y en compañía del guarda general y de otros funcionarios subalternos, estaba ya examinando los campos de Carboneras que el inspector de Chaumont proponía afectar al servicio de los usuarios de Val-Clavin.

Encantado Delaberge por ese rapto de entusiasmo, que brotó de pronto como una fuente de agua viva, contemplaba con emoción a ese esbelto muchacho de veinticinco años, cuyos ojos brillaban a la luz de la luna. La haya y él parecían, efectivamente, de una misma esencia.

Mi mujer nos aguarda para almorzar... ¡Oh!... Un almuerzo sencillo, después del cual podrás irte a descansar... Te advierto, querido, que esta tarde te será preciso sufrir una pequeña molestia... En honor tuyo, hemos invitado a algunas personas a comer. ¡Diablo! murmura Delaberge visiblemente contrariado. No esperaba eso...

Y salió Delaberge de la casa, animado por la esperanza de una tan próxima visita y también por la perspectiva de esa misteriosa confidencia que la viuda quería hacerle.

No le habría pasado ciertamente inadvertida su gran sorpresa a la señora Liénard si ella no se hubiese sentido también conmovida por una sorpresa igual. Sus clarísimos ojos contemplaban a Delaberge y parecía reflejarse en su rostro la sorpresa de quien recuerda vagamente una semejanza o se pregunta dónde y cuándo vio alguna otra vez a la persona que tiene delante.

Tiene usted razón afirmó Delaberge animándose; la soledad no es buena para nadie, pero es peor todavía para una mujer joven, para un alma expansiva y encantadora como la suya... No aguarde para hacerlo la edad de las vacilaciones y de las añoranzas...

Para aligerarle un poco más y también para sacudir su somnolencia, Delaberge imitó al conductor y, con paso todavía ligero y la cabeza un poco inclinada, comenzó a andar a lo largo de un camino que bordeaban toda clase de flores silvestres.

Entonces no diga usted esa triste palabra «adiós», pues hemos de vernos todavía. Ciertamente, no marcharé sin despedirme de usted y sin estrechar su mano. Hablaba Delaberge con voz contristada y se disponía a salir. Lo notó Camila Liénard y vio el aire de tristeza que oscurecía su rostro.

Aquella hospitalaria acogida, la discreta intimidad de aquel pabellón que el ramaje caído de las hayas cubría de verdor, el rostro franco y ligeramente encendido de la joven viuda sentada, enfrente de él, todo eso llenaba a Delaberge de un sutil desvanecimiento y hacíale perder poco a poco el sentido de la realidad.

Palabra del Dia

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