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Actualizado: 25 de octubre de 2025


Ya les indemnizaremos construyéndoles un magnífico camino. ¿Les indemnizarán ustedes también de la pérdida de tiempo y de la mala calidad de los pastos?... Los bosques de Carboneras están llenos de pantanos y si usted conociese el país, señor inspector general... Lo conozco perfectamente repuso Delaberge, pues en Val-Clavin comencé mi carrera forestal.

Por toda respuesta, se inclinó hacia la pequeña mano que le tendían y la rozó suavemente con sus labios. La joven corrió hacia la puertecilla del parque y antes de atravesar sus umbrales se volvió hacia Delaberge y le sonrió gentilmente. En seguida desapareció.

Precisamente se dirigía ella hacia Delaberge llevando en una mano la cafetera y en otra una taza que le ofreció. Cuando hubo servido a todos, volvió a sentarse en el canapé, no lejos de Delaberge, quien, de pie todavía, acababa de beberse su taza. Señor inspector le dijo ella, estaría usted muchísimo mejor si tomase asiento.

Ese acariciador contacto de un brazo femenino, esas delicadas atenciones que tanto se asemejaban a la ternura y se parecían a la indulgencia con que se trata de consolar a un niño, acrecieron todavía en Delaberge su interno sufrir: «No soy para ella nada pensaba; me acaricia lo mismo que se hace con un anciano...»

Aunque ordinariamente dueño de mismo, Delaberge no supo disimular una viva expresión de sorpresa. En lugar de la vieja pleiteante que se había imaginado, veía ante a una mujer joven, de unos veintiséis años, esbelta, fresca, amable, con unos sonrientes ojos oscuros que ya desde el primer momento le gustaron de un modo infinito. Algo aturdido, Delaberge saludó.

Esta semejanza de gustos con un joven que, durante toda la comida le había demostrado más hostilidad que simpatía, dejó frío e indiferente a Delaberge, que sentía contra Simón cierto rencor por su actitud llena de desconfianzas.

No insistió ya en sus objeciones y, después de hacer un ademán de aquiescencia, se volvió silenciosa a sus cacerolas... Al día siguiente, a las nueve de la mañana, Brunete, el pequeño caballo bayo, piafaba impaciente ante la puerta del Sol de Oro. Se habían colocado ya las maletas en la parte trasera de la charrette inglesa, en la que Delaberge tomó asiento al lado de Simón.

¿Qué Príncipe? exclamó Delaberge algo desorientado. El cochero echóse a reír. Quiero decir el señor Princetot, pardiez... Es un apodo que le dan, tan rico es y tan poderoso... Le llaman el Príncipe y a su mujer la Princesa... Yo le aseguro a usted que son gente rica... La mitad del término es suyo.

Subió Delaberge a su habitación, pero los incidentes de aquella tarde le tenían un poco excitado y no se sentía con ganas de dormir. Abrió la ventana que daba al jardín. Hacia el otro extremo de la fachada vio una luz en una ventana y recordó que era aquélla su habitación, ahora ocupada por Simón Princetot.

El parque se extendía a una y otra parte del Aubette, cuyas verdosas aguas rodeaban luego la casa y alimentaban las albercas construidas al pie mismo de las terrazas. La avenida de fresnos cuyo recuerdo tan bien había conservado Delaberge, conducía a una verja de hierro y después se continuaba más allá del puente de piedra echado sobre el riachuelo.

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