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Actualizado: 25 de julio de 2025
En la mesa el inspector general fue, naturalmente, puesto a la derecha de la señora Voinchet; enfrente sentábase su amigo y a su lado estaba la señora Liénard; de manera que Delaberge tenía frente a frente a la propietaria de Rosalinda y durante aquellos momentos de solemne quietud que suele reinar en los principios de toda comida pudo examinarla con sosegado detenimiento.
Se puso en pie y tendiendo su mano a Delaberge continuó: Buenas noches, señor, y hasta otro día, pues irá usted pronto a Val-Clavin... Vuelvo mañana a Rosalinda y aunque seamos enemigos, administrativamente hablando, espero recibir su visita durante su estancia en aquellos bosques.
Pregúntase entonces si la existencia de un honrado menestral, entre su mujer que le quiere y sus hijos que se hacen hombres poco a poco, no ofrece en realidad una suma de satisfacciones más verdaderas que aquellos mentidos placeres parisienses de que tan poco disfruta. ¿El, Delaberge, encadenado a su oficina, ocupado desde la mañana a la noche en dar vueltas a la rueda administrativa, no permanece extraño a las cosas del corazón y de la inteligencia cien veces más que ese propietario que vive olvidado en su pueblo?
También en aquel paraje, por donde había paseado Delaberge tanto en sus años juveniles, dejó el tiempo con evidencia impresas las huellas de su paso. Lo que eran tiernos retoños entonces se habían hecho árboles altísimos.
Sintió Delaberge rebelarse contra todo ello su lealtad generosa. Era necesario a toda costa impedir que el castigo, si castigo había, pudiese caer también sobre una cabeza inocente. No era justo que Simón pagase las faltas cometidas por su madre y por un extraño, en momentos de debilidad que no habían dejado huella ninguna... No era Delaberge un gran filósofo.
Delaberge se asomó a la ventana y vio ante el portal una charrette inglesa tirada por un pequeño caballo bayo, de vivos movimientos, junto al cual estaba el joven Simón. En aquel momento salió de la casa el Príncipe, lenta y majestuosamente, acompañado de la señora Miguelina.
Se lo prometo. Gracias, señor Delaberge. Y se levantó con el aire contrito de una mujer que sale del confesionario. Pero, como antes de salir lanzó una furtiva mirada al espejo, vio que tenía enrojecidos los ojos y que desarregladas sus tocas dejaban al descubierto sus cabellos grises.
Y en ese momento levantó la cabeza y sorprendió la atenta y curiosa mirada de Delaberge. Lejos de sentirse ofendida por ello, sonrió al encontrar su mirada los ojos de éste y prosiguió: Vaya, decididamente es mucho mejor dirigirse a Dios que a sus santos... Que lo diga si no el señor inspector general.
Tenga esto, para usted, pero guarde su lengua... Buenas tardes. Y reanudó apresuradamente su camino mientras la lavandera de pie al borde del agua movía maliciosamente la cabeza apretando la moneda en su descarnada mano. No había dado veinte pasos cuando Delaberge se volvió todavía para mirarla...
Delaberge escuchaba con disgusto toda esa letanía de lamentaciones. Compartía muy medianamente el dolor de esa mujer a quien, más que el remordimiento, atormentaba el decir de las gentes. Creía además desproporcionados sus terrores por la falta cometida. Veintiséis años habían pasado por encima de sus pecadillos de la juventud.
Palabra del Dia
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