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Actualizado: 5 de julio de 2025
Por fortuna, con las campanadas de las ocho terminaba la recepción: aquí eran los apuros entre las mujeres. Ninguna quería ser la primera en levantarse. Llamábase este acto romper el chivato. A la postre se decidía alguna a dar esta muestra de coraje, y acercándose a la no siempre inconsolable viuda, le decía: ¡Cómo ha de ser! Hágase la voluntad de Dios.
Pero, aunque despreciando en la apariencia este arte secundario, por tener la ambición puesta en el de Cicerón y Bossuet, todavía le gustaba oir las palmadas, los oles y los requiebros de sus amigos cuando se decidía á complacerlos. Velázquez se había levantado y salió á la tienda.
Verdad era que un gran número de sus amigas, tan lindas como ella, ciertamente, no se casaban por falta de dote suficiente. ¿Y si Diana decía lo cierto, si la razón que decidía a Huberto a preferirla a las otras se apoyaba en tal motivo?... Sintió en su corazón una emoción angustiosa.
Pero al ver próxima la muerte y oír los consejos de su hermana, que después de muchos años de ausencia se decidía a entrar en su casa, quiso «dar buen ejemplo», irse del mundo con la discreción que convenía a su rango.
Precisamente cuando hablaba de la conveniencia de fusilar á un hombre que no se había sublevado nunca y sólo se decidía á hacerlo cuando los antiguos insurrectos acordaban mantenerse en paz, anunciaron á la generala Martínez. Entró doña Guadalupe. Muchos de los presentes, que eran jóvenes y tenían aficiones literarias, creyeron ver la imagen de la Venganza.
Ambos sonreían haciendo muecas y contorsiones como monos amaestrados. Barragán se había puesto muy pálido y les miraba con ojos de extravío sin responder a sus repetidas salutaciones. Doña Mónica estupefacta les miraba a unos y a otros olfateando un misterio y no se decidía a salir de la habitación.
Caído al pié de una silla había un peinador de batista, y medio ocultas por sus huecos pliegues unas botitas de raso negro con pespuntes blancos. Puesto en el borde de una mesilla que sostenía algunos libros ricamente encuadernados, se veía un espejo de mano con mango de marfil. Era el amigo más íntimo, el abogado consultor de la niña, el que decidía sin apelación del efecto de los peinados.
A través de los intersticios de aquel velo que abrían y cerraban las Horas á gusto del sueño, contemplaba éste el mar, la tierra, las ciudades y los pueblos. Sobre la cabeza de aquellos hombres que se agitaban, suspendía el inflexible destino, decidía la vida ó la muerte, distribuía á su antojo benéfica lluvia ó rayo vengador. Ninguna lamentación de abajo turbaba á los dioses en su quietud eterna.
Al fin se decidía. Realizaba un esfuerzo de voluntad, como el que va á arrojarse de una altura, y siguiendo el borde de la acequia, con paso ligerísimo y el equilibrio portentoso que da el miedo, pasaba veloz ante la taberna. Era una exhalación, una sombra blanca que no llegaba á fijarse por su rapidez en los turbios ojos de los parroquianos de Copa.
Luego la miró con inquietud, temeroso de que le hiciese perder una tarde tan interesante... ¿Qué decidía? ¿Se consideraba con valor para asomarse a la plaza? ¡Yévame! dijo ella con acento angustioso . ¡Sácame pronto de aquí! Me siento enferma... Déjame en la primera iglesia que encontremos.
Palabra del Dia
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