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Actualizado: 27 de octubre de 2025
Media hora más tarde, el interrogatorio de los testigos había terminado. El mecanismo judicial funcionaba de nuevo regularmente. Las preguntas eran seguidas de respuestas. El adjunto del fiscal tomaba notas. El reportero dibujaba, con aire grave y atareado, cabezas de mujeres. El acusado daba explicaciones detalladas.
Bermúdez ya no daba vueltas por el gabinete: se había detenido delante del boticario; y a pie firme y con la cabeza algo gacha y la mirada de su único ojo clavada en los humedecidos de él, escuchaba sus ardorosos razonamientos.
Sin embargo de la risa, sin temor al barro que debía de haber en la calle de Tras-la-cerca, que no estaba empedrada, se metió por un arco de la Plaza Nueva, entró en un callejón, después en otro y llegó al cabo a la calle a que daba la puerta del Parque.
El doctor procuraba, con breves réplicas monosilábicas, tranquilizarla; el escritor, alto, sombrío, de cabellos negros, algo parecido a su hermano muerto, iba y venía con paso nervioso de un extremo a otro de la estancia, torturaba su barba, miraba por la ventana y daba a entender claramente, con su actitud, que las palabras de su madre le desagradaban.
Además, sentíase fatigado, pues una obra como la que acababa de publicar no se escribe todos los meses. Lamentábase en presencia de Maltrana de sus fatigas y trabajos, con una sinceridad que daba ganas de llorar... Por ahora no tenía otra ocupación que leer las críticas de los periódicos.
Y con mano temblorosa, comenzaba una carta para desgarrarla en seguida. Si Carlos no sospechaba nada, un paso prematuro podía ser contraproducente. Más valía no precipitar nada y dejar hacer al señor Hardoin. Pero, ¿y si sabía algo? ¿Y si él tomaba la delantera mientras ellos andaban en esas dilaciones? ¿Y si daba un escándalo, provocaba un encuentro y ella lo sabía demasiado tarde? ¡Dios mío!
El aire en calma no daba ningún consuelo a los pulmones, y sólo las moscas parecían regocijarse en la pesada y miasmática atmósfera, como sibaritas viviendo en medio de todas las delicias que puede apetecer su naturaleza. Gracián reprendió con cierta aspereza a Pedro López su afán de dar noticias fúnebres que afligían y apocaban a la pobre enferma.
De una cosa estaba satisfecha únicamente, y es que no le daba por mujeres. Si fuese así, Paca se creía capaz de envenenarle. Todo menos eso. Mire uté, señorito: es un perdío sin vergüensa, un lechonaso que se cae por las caye... ¡Esto es lo que no pueo aguantar!
Cristeta escogía cuidadosamente los puros que el editor fumaba, daba a sus dependientes las cajetillas más gruesas, y, a cambio de esta amabilidad, ellos le prestaban cuantos libros pedía.
Vestía este caballero casi casi como un figurín. Daba gozo ver su extraordinaria pulcritud. Su ropa tenía la virtud de no ajarse ni empolvarse nunca y le caía sobre el cuerpo como pintada.
Palabra del Dia
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