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Actualizado: 27 de octubre de 2025


El poeta Ibn-Hazm conoció a su amada, siendo niña, en el palacio de su padre, donde estaba recibiendo educación. Su amada era hermosa, discreta y modesta; pero orgullosa y reservada. Su modo de pensar era muy severo y no mostraba inclinación por los vanos deleites, aunque tocaba el laúd admirablemente. El poeta, de la misma edad que ella, buscaba en vano ocasión de hablarla sin testigos. Una vez, en cierta fiesta que se daba en su palacio, las damas se reunieron por la tarde en un pabellón desde donde se gozaba una magnífica vista de Córdoba. Ibn-Hazm fue con ellas y se acercó al hueco de una ventana donde se encontraba la joven. Apenas le vio ésta a su lado, se huyó con graciosa ligereza hacia otra parte del pabellón.

Guardiana le enseñaba y daba consejos, porque la chiquilla, silenciosa y triste, le recordaba su sordo-mudita, inspirándole lástima; mientras Ana contaba noticias de la ciudad, que sabían al dedillo.

Este afeite, ideado para dar mayor realce a los ojos, daba al rostro femenil una expresión de voluptuosidad irresistible para los moros españoles, y nunca fué posible arrancar este uso hasta que aquella infeliz nación fué descuajada de sus hogares.

Daba el dinero, aunque pareciera mentira a un ser tan romántico, daba cierto calorcillo suave. «¡Siete mil realesse decía; y experimentaba consuelo en sus tribulaciones; y sobre todo le animaba la conciencia de un valor cívico que nacía de la presión de aquellas onzas... ¡Oh!

Old Sam daba un martillazo a la palomilla de hierro que sujetaba el ancla de proa, y poco después se echaban las otras tres y quedaba el barco inmóvil. El nuevo Tristán y yo presenciamos el embarque, el primero que hicimos con este piloto.

Lo particular era que la sensualidad, la parte grosera del amor, permanecía en ella velada por un pudor admirable. Jamás habló de resistencia, ni de perdición, ni echó en cara lo que daba, ni tuvo miedo, ni alardeó de doncellez.

Era inevitable de vez en cuando la cólera del río: hasta había que agradecerla, pues constituía diversión inesperada; una agradable paralización de trabajo. La confianza moruna daba tranquilidad a la gente.

Bonifacio no era cobarde; pero amaba la paz sobre todo; lo que le daba mayor tormento en las injustas lucubraciones bilioso-nerviosas de su mujer, era el ruido.

Y como transcurrían semanas sin que se realizasen sus ilusiones, daba consejos á Wilson desde las arboledas de Villa-Sirena ó entre las columnas de jaspe del atrio del Casino. ¿En qué piensa ese señor?... ¿Por qué no vienen? Si no se apresuran, todo habrá terminado antes de su llegada.

Luego prorrumpió en alabanzas, elevando el vaso de un modo solemne. Ofrecía su libación á Eros, el más bueno de los dioses. Y Ferragut, que siempre había sentido cierto pavor ante las infernales y gratas mixturas de su cocinero, apuró de un trago su vaso, para unirse á la invocación. Todo quedó concertado entre los dos. Ella daba las órdenes.

Palabra del Dia

crocus

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