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Actualizado: 3 de junio de 2025
Yolanda se alza lentamente, con las mejillas húmedas, los ojos enrojecidos, el cuerpo sacudido siempre por los sollozos. Dale la mano a tu marido. No hay más remedio. Perfectamente amable ese «no hay más remedio». Y Yolanda me tiende la mano, que yo llevo respetuosamente a los labios. ¿Ha visto a mi marido, Jorge?... pregunta mi suegra. Respondo que sí.
Ya debemos cinco meses y de un día a otro nos pondrán los pocos trastos que tenemos en la calle... ¡Dios mío, Dios mío, qué va a ser de nosotros! ¡Vaya por Dios! ¡Infeliz mujer! exclamó Visita por lo bajo. Cirilo sacó una moneda del bolsillo y se la entregó. ¿Qué le has dado? le preguntó su esposa al oído. Una peseta. Dale más. Sacó un duro y se lo dio. ¿Qué le has dado? Un duro. Dale más.
Encontré a Lituca de la misma traza que cuando la conocí y como la había visto muchas veces mientras vivió en mi casa, de trapillo y trajinando; con un chal de abrigo cruzado en el pecho y anudado atrás, despeinada y con una bayeta en la mano, dale que le das para despolvorear los muebles, y soba que soba para sacarles brillo.
Si no dices más que eso.... ¿No ajustemos endenantes la cuenta más de treinta veces? ¿No viste que no te faltaba ná?... Sí; pero en casa lo he pensao mejor, y no hay quien me saque de que aquellos treinta riales.... ¡Dale con los treinta riales! ¿No te correspondían á ti diez duros por la costera de la semana? Sí.
Antes de meterse en el coche abrazó estrechísima y largamente a su sobrino, y le dijo al oído con voz conmovida: ¡Dale un buen barreno en los fondos, hijo mío! Cuando se separaron, tenía el rostro bañado de lágrimas. Metióse rápidamente en la carretela, y se ocultó en un rincón sin decir adiós.
No tenía prisa y se fue a dar un paseíto, recreándose en la hermosura del día, y dando vueltas a su pensamiento, que estaba como el Tío Vivo, dale que le darás, y torna y vira... Iba despacio por la calle de Santa Engracia, y se detuvo un instante en una tienda a comprar dátiles, que le gustaban mucho.
Uno soltó la carcajada exclamando: ¡Si es uno de los chicos de la bomba! ¡Dale, dale, niño, que está duro! Los otros también soltaron a reir brutalmente y comenzaron a animar al pobrecito sonámbulo. ¡Duro, duro!... ¡Anda con ello!... ¡Más fuerte, chico, que no sube el agua! El desdichado niño, con las voces, redoblaba sus esfuerzos imaginarios moviéndose cada vez con mayor velocidad.
Me escondí la cara entre las manos: la vergüenza se apoderaba de mí tan violentamente, que tuve miedo de la luz que me alumbraba. «¡Dale esas cartas!» me gritó repentinamente una voz, y me lo gritó tan alto y con tanta claridad, que me pareció que era la tempestad la que me había lanzado esas palabras al oído. Entonces tuve que sostener una lucha terrible.
Y él cantaba con su voz ronca de marino, formada por los fríos, las nieblas, el alcohol y el humo de la pipa: Ateraquiyoc Emanaquiyoc Aurreco orri Elduaquiyoc Orra! Orra! Cinzaliyoc Itsastarra oh! oh! Balesaquiyoc. Lo que quería decir en castellano: «Sácale! Dale! A ese de adelante, agárrale. Ahí está, ahí esta, cuélgale, marinero, oh! oh! Puedes estar satisfecho.»
«¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?». Me río de ti... ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María!, todo lo quieren saber. Claro, y tenemos derecho a ello. No puede una salir a compras... Dale con las tiendas. Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puede ser. Tú no has ido a compras. Que sí. ¿Y qué has comprado? Tela. ¿Para camisas mías? Si tengo... creo que son veintisiete docenas.
Palabra del Dia
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