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Actualizado: 11 de mayo de 2025
Respondió don Quijote: -Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él, y vaya en él a dar socorro a algún caballero, o a otra necesitada y principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita, porque éste es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican: cuando algún caballero está puesto en algún trabajo, que no puede ser librado dél sino por la mano de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres mil leguas, y aun más, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires, o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda; así que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mesmo efecto; y esto es tan verdad como es ahora de día; y antes que éste se pase, ata juntos al rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios, que nos guíe, que no dejaré de embarcarme si me lo pidiesen frailes descalzos.
Vuélvese á la playa anegado en su dolor, y habiendo perdido lo que bastaba para hacer ricos á veinte monarcas. Fuera de sí, se va á dar parte al juez holandés, y en el arrebato de su turbacion llama muy recio á la puerta, entra, cuenta su cuita, y alza la voz algo mas de lo que era regular.
-Eso juro yo bien -dijo el cura-, y aun me hubiera quitado un bigote. -Yo callaré, señora mía -dijo don Quijote-, y reprimiré la justa cólera que ya en mi pecho se había levantado, y iré quieto y pacífico hasta tanto que os cumpla el don prometido; pero, en pago deste buen deseo, os suplico me digáis, si no se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita y cuántas, quiénes y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida, satisfecha y entera venganza.
Elena, huyendo de Menelao, que la quiere sacrificar, se refugia en el castillo de Fausto, quien la recibe como Amadís hubiera recibido a Briolanja o a otra princesa menesterosa, que viniese a que la socorriera en su cuita.
y parafraseándolo con aquello otro del marqués de Santillana: La mayor cuita que aver Puede ningún amador, Es membrarse del placer En el tiempo del dolor. La marquesa parecía encantada y también conmovida, y le instó a que, dejando a un lado honrosas delicadezas, le manifestara el plan de vida que sería su gusto entablar, supuesta, como ya podía suponerse, su reconciliación con Elvira.
Columpiado por los brazos de Dios mismo, blandamente, sólo en vela me mantengo. Una amarga y honda cuita me carcome el alma toda, lentamente... lentamente. Calma intensa. La luz tiembla, porque siente el martirio de los vientos, que irrumpieron desde fuera en la calma de mi estancia, a encerrarse prisioneros en elásticos fragmentos y perderse, en un bostezo, vagamente, en la distancia.
El Canónigo había visto morir a mucha gente y, al mirar ahora aquel aflojamiento de la mandíbula y aquellos ojos descoloridos, pensó que su discípulo preparaba el hato para el viaje sempiterno, y que la muerte no volcaría su reloj muchas veces más junto a aquella cabecera. No había tiempo que perder. Valor, valor, hijo mío exclamó. Si habéis de morir o no de esta cuita, sólo Dios lo sabe.
Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza de encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado.
El rostro pálido de Beatriz, con sus grandes pupilas y sus luengas pestañas como llorosas, posábase ahora sobre la página de su libro de oraciones, sobre las colgaduras del lecho, sobre el mismo Crucifijo, al cual confiaba su cuita. Fantasma fatuo y caprichoso como una llama volátil, y ante el cual su corazón se fundía de ternura.
Por fin, decidiose a confiar su cuita al espadero, y éste prometiole hablar por él al Conde de Fuensalida, para que le recibiese como paje de su cámara, Ramiro sabía harto bien que el entrar al servicio de un señor tan poderoso como aquél y de sangre tan insigne, antes acarreaba lustre que desdoro, y aceptó. Recibió la plaza de gentilhombre con el cargo de ayudar al repostero de plata.
Palabra del Dia
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