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La princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer al ventero; pero, así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía, que socorriese a su señor y marido.

Con muchas lágrimas y extremosos ademanes le rogó que la socorriese en aquel trance, que la condujese al convento de Astudillo. El sacerdote se negó rotundamente a ello. Volvió a aconsejarle calma y que buscase siempre por los medios suaves de la obediencia y la humildad ganar el consentimiento de su padre.

Pero nada fué bastante á disminuir aquella ferocidad, y fué preciso que algunos de los nuestros con evidente peligro de sus vidas los buscasen, para sacarlos de las profundas cuevas en que se habian metido, donde se dejaron hacer pedazos, antes que entregarse: y hubo rebelde, que ganando el tercio del fusil al soldado que lo perseguia, forcejeó atrevidamente con intencion de despeñarle, y lo hubiera conseguido por lo escarpado del terreno, si no lo socorriese prontamente un compañero suyo.

Este contrario suceso lo ocasionó la arribada que hizo á Buenos Aires D. Basilio Villarino del Rio Negro, donde le despachó el Super-intendente D. Francisco de Viedma, para que socorriese el puerto de San José, con la mucha aguada que conducia el bergantin Nuestra Señora del Carmen y Animas, y la pérdida de la urca, llamada la Visitacion, que estaba para hacerse á la vela en aquella bahía á conducir auxilios á la de San José: pues á haber logrado cualquiera de estos socorros, no se hubiera arraigado el escorbuto con muerte de 28 hombres; no se hubiera desamparado aquel puesto, ni ocasionado la pérdida de los efectos y viveres que allí quedaron.

Luego me encaminé a ella, con intención de acabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de tan inútil carga como en llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la naturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me socorriese.

Alabóle ser honradísima y valentísima su determinación, y advirtióle que anduviese más atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no era suya, sino de todos aquellos que le habían de menester para que los amparase y socorriese en sus desventuras.

Un día, al pasar el marqués por el mercado, dos mendigos ciegos le reconocían por la voz y le saludaban con frases pomposas esperando que los socorriese como de costumbre. «Toma, para los dos». Y pasaba adelante, sin dar nada, mientras los dos pordioseros se insultaban, creyendo cada uno que su camarada había recibido la limosna y le negaba la mitad, hasta que, cansados de injuriarse, enarbolaban sus palos.

Y no se habló más del loco. Por la noche fue Guillermina, y Jacinta, que conservaba la mugrienta tarjeta con las señas de Ido, se la dio a su amiga para que en sus excursiones le socorriese. En efecto, la familia del corredor de obras (Mira el Río 12), merecía que alguien se interesara por ella. Guillermina conocía la casa y tenía en ella muchos parroquianos. Después de visitarla, hizo a su amiguita una pintura muy patética de la miseria que en la madriguera de los Idos reinaba. La esposa era una infeliz mujer, mártir del trabajo y de la inanición, humilde, estropeadísima, fea de encargo, mal pergeñada.

Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza de encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado.

Era necesario echarle agua a la cara para hacerle volver en si, pero el agua estaba lejos. ¿Iría corriendo hacia casa hasta encontrar a alguna persona que le socorriese? Apenas brotó esta idea en su mente aturdida la desechó con horror. No, no podía dejar a su prometido solo y privado de sentido en medio del campo.