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Actualizado: 16 de junio de 2025
¡El sobrino del cocinero mayor! ¡el señor estudiante! ¡el señor capitán! ¡el embustero! ¡el mal nacido! ¿Pero qué granizada es esa, amiga mía? Debéis saberlo vos. Vos, que habéis formado la tormenta. ¡Pero yo me tengo la culpa! ¡Yo no debí recibiros! ¡yo debí conoceros! el que se atrevió á enamorarme en el convento cuando yo pensaba ser monja...
Entre tanto, señor, seáis quien fuéreis, noble ó plebeyo, necesito saber vuestro nombre; necesito conoceros, para no dudar, para no creer que todos los que me hablan conocen mi desdicha. Cuando recibáis esta noche á las doce mi carta, entrad, entrad como habéis entrado hace poco, y hablaremos con la puerta de por medio, hablaremos y convendremos en lo que hayamos de convenir.
Y se dirigió, con el frasco en la mano, hacia M. L'Ambert, que se había sentado al pie de un árbol y sangraba con tristeza. Caballero le dijo entre profundas reverencias, podéis creerme que lamento sinceramente el no haber tenido el honor de conoceros con ocasión de un acontecimiento menos desagradable que este.
Quevedo, que tenía siempre valor para dominar las situaciones más difíciles, que no desatendía jamás ninguna circunstancia por ligera que fuese, se acercó á la mesa, desdobló el papel y le leyó: «Don Juan decía : He tenido la desgracia de conoceros y de que no me améis: mi vida es demasiado horrible para que yo la conserve, y me habéis hecho demasiado daño para que yo quiera vengarme de vos; me he vestido de boda para acudir á vuestra cita; de esa cita saldré envuelta en una mortaja; sois noble y generoso, y el único medio que tengo para que no me olvidéis jamás, es morir en vuestros brazos; cuando leáis este papel, habré muerto ya; os amo, os amo tanto, que todo por vos lo pierdo; hasta mi alma; sé que no me olvidaréis nunca, mientras viváis, y quiero mejor vivir muerta en vuestro pensamiento, que vivir muriendo lejos de vos, abandonada, despreciada por vos; que mi recuerdo no os haga infeliz; amad... amad mucho á vuestra esposa, porque si os ama como yo os amo, y un día se ve desdeñada por vos como yo me he visto, morirá como yo muero.
Remedio no tiene lo que hecho habéis; que, de una parte, a esa, que honrada era, y que por vos sin honra gime, dicho se está que la debéis la honra; en cuanto a mí, yo no os amo; engañada estaba, y harto diferente de lo que sois os creía cuando os amaba, o mejor dicho, amaba en vos un sujeto de mi fantasía: de mi sueño he despertado; el fantasma de mi amor ha desaparecido; la estrella de mi esperanza se ha nublado, y el aliento de mi vida es ya un fuego del infierno que resistir no puedo, que el corazón me abrasa y en la desesperación de los condenados me arroja; que yo, antes de conoceros, el amor no conocía, y cuando le conocí, le amé, y tanto, que en tan poco tiempo, en mi vida, en mi única existencia posible trocose; y cuando le pierdo, cuando veo lo imposible de recobrarle, siento y conozco, sin que me quede ni aun el consuelo de una duda, que sin él vivir no puedo; y ya que sabéis esto, y que comprender debéis si es que ya la pasión, o el empeño, o el vicio y la maldad no os han entorpecido el entendimiento, que vos, causa de mi amor, no podéis ser mi amor, porque en vos no hallo lo que mi alma en el amor hallar deseaba; renunciad a toda esperanza de que yo, olvidándome de quién soy, y de lo que a mi honra y a mi conciencia debo, mi perdón os otorgue, por esposo os reciba y en vuestros brazos me eche.
¡Ah de casa! dijo Quevedo abriendo la puerta. Cuando acudió el tabernero, le dió un ducado. Cobrad y guardáos lo que os sobre dijo. Y salió con Dorotea. Ahora añadió cuando estuvieron en la calle idos sola. Todo el mundo me conoce; á vos podrían conoceros, y no conviene que nos vean juntos. Conque adiós; voy á dormir, que ya es hora. ¿Y hasta cuándo? Yo pareceré.
¡Iré! dijo con resolución la de Lemos, después de un momento de silencio. Pues si habéis de ir, que sea al punto. Sí, sí; os agradezco en el alma lo que por mí hacéis, y voy á mandar que pongan una litera. Procurad que los mismos mozos que conduzcan la litera, no puedan conoceros. ¡Oh, por supuesto! Adiós, doña Juana; adiós, y hasta después. Id con Dios, doña Catalina.
Su majestad el rey. ¡Ah! pues corro dijo Quevedo permitiéndose una licenciosa suposición de ligereza. ¿Sabéis el camino? Aprendíle ha rato. Pues id con Dios. Guárdeos él y á vos, amigo don Juan. ¡Ah! don Francisco, esta es la primera aventura que me hace temblar. No digáis eso, que al conoceros medroso, pudiera tener miedo vuestra guía y equivocar el camino.
Soltad, ó grito. Pueden conoceros por la voz. ¡Traen luces y nos verán! Allí hay unas escaleras. Y luego se oyó el ruido de las pisadas de Quevedo hacia un costado de la galería. Luego no se oyó nada, sino los pasos de algunos soldados que iban á hacer el relevo de los centinelas. Uno de ellos llevaba una linterna.
Quiso, pues, llevar a doña Guiomar a que se sentase en un canapé que en el aposento había, y con voz dulce, y tentadora, y acariciadora, y enamorada, la dijo: Ni yo para más que para vos vivo, hermosa y adorada señora mía, ni pudiera vivir después de conoceros, si no fuese para cifrar en vos mi ventura, ni pensar quiero, porque sólo pensar en ello me mataría, que de vos habré de vivir apartado y a otra unido; que sería como verme unido a un insoportable tormento, que me haría desear, como un menor mal, la muerte.
Palabra del Dia
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