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Actualizado: 9 de mayo de 2025
¡Mal rayo me parta treinta veces y media, y permita Dios que al primer noroeste que me coja en la mar me coman las merluzas!... ¡Si pa esto nace uno, valiérame más no haber nacío!.... Y comiéndose los labios de coraje, métese el Tuerto en su buhardilla y cierra la puerta del balcón.
Era Julia que había entrado de puntillas sin ser notada. ¡Al fin has caído en mis manos! ¡Abajo los peluqueros! ¡Y tú en las mías! ¡Arriba las niñas sevillanas! dijo Miguel sujetándola para darla un beso. ¿De dónde sacas tú, fatigoso, que yo soy de Sevilla? repuso Julita con marcado acento andaluz, y comiéndose más de la mitad de las letras.
Antes se llevaba la administración con una sencillez patriarcal, pero ahora los jornaleros eran quisquillosos y desconfiados. Además, había que marcar bien los días que eran por entero de trabajo, aquellos en que la faena sólo duraba medio día por la lluvia, y los de lluvia completa, en los que la gente se quedaba en la gañanía, comiéndose sus gazpachos sin hacer nada.
Figurose que la raza de Santa Cruz le salía a la cara como poco antes le había salido el carmín del rubor infantil. «Es, es...» pensó con profunda convicción, comiéndose a miradas la cara del rapazuelo. Vela en ella las facciones que amaba; pero allí había además otras desconocidas.
¡Pobre muchacho!... ¿Y qué es de esa buena pieza? ¿Quién, mi tío?... Pues paseándose muy tranquilo y comiéndose la tercera parte de mi fortuna, que le he cedido por no llevar a un hermano de mi madre a los tribunales.
Hombre de los que no se usan, pajarraco exótico y raro, para los volterianos del lugar, no hubiera sido difícil que alguien le supusiese conspirando en favor del restablecimiento de la Inquisición y hasta comiéndose los niños crudos; pero a nadie le cabía en la cabeza que pudiese ser galanteador y tener buenas fortunas un señor tan pálido, enclenque, melancólico y asendereado.
Doña Lupe permaneció un rato en la sala, sin moverse del sillón en que se sentara al entrar, con el manto puesto, la mano en la mejilla, pensando en lo mismo. No había vuelto aún de su asombro, ni volvería en mucho tiempo. Fortunata, de cuya casa venía, le había dado mil duros para que se los colocara del modo que lo creyera más conveniente... y sin querer admitir recibo... Al pronto sospechó la señora de Jáuregui si serían falsos los billetes... pero ¡quia, si eran más legítimos que el sol! Tal prueba de confianza le llegaba al alma, porque no sólo era confianza en su honradez, sino en su talento para hacer producir dinero al dinero... Pues además, Fortunata, en el curso de la conversación, había dado a entender que tenía acciones del Banco, sin decir cuántas. ¿De dónde había salido esta riqueza? Quizás Juanito Santa Cruz... quizás Feijoo... Lo más particular era que doña Lupe, por impulsos de tolerancia que habían surgido bruscamente en su espíritu, se esforzaba en suponer a aquel caudal una procedencia decente. ¡Fascinación que la moneda ejerce en ciertos caracteres, porque para estos lo bueno tiene que tener buen origen!... «¿Y por qué no ha de ser verdad todo eso del arrepentimiento?... se decía . Lo que no me explico es una cosa... El primer día me dijo Feijoo que estaba miserable... pero miserable, y comiéndose sus ahorros. ¡Pues si son estas las sobras...! En fin, doblemos la hoja; pongámonos en un punto de vista imparcial, y no hagamos juicios temerarios antes de tener datos seguros. ¿Quién se atreve a condenar a un semejante sin oírlo? Sería una crueldad, una injusticia. Eso de que siempre hayamos de pensar mal, me parece una barbaridad... Pero me estoy aquí ensimismada, y si tardo, quizás no encuentre en su casa a D. Francisco...
¿No oyes lo que te dice el señorito? preguntó sosegadamente el padre a la hija. Oi-go, siii-see-ñoor, oi-go-tartamudeó la moza, comiéndose los sollozos. Pues a hacer la cena en seguida. Voy a ver si volvieron ya las otras muchachas para que te ayuden. La Sabia está ahí fuera: te puede encender la lumbre. Sabel no replicó más. Remangóse la camisa y bajó de la espetera una sartén.
¡Mal rayo me parta treinta veces y media, y permita Dios que al primer noroeste que me coja en la mar me coman las merluzas!... ¡Si pa esto nace uno, valiérame más no haber nacío!... ¡Perro de mí, que no la hice macizo antes de llegar á perder la pacencia y la salú por la grandísima bribona!... Y comiéndose los labios de coraje, métese el Tuerto en su buhardilla y cierra la puerta del balcón.
El que iba allá abajo, se hacía rico; si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre.
Palabra del Dia
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