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Actualizado: 21 de julio de 2025
Entre los hebreos, el calzado era tenido en tanta reverencia que no se permitía que lo usasen sino los nobles y los levitas, y aun éstos apenas si se atrevían a ponérselo, como no fuera para entrar en el templo, sino que unos servidores especiales, a modo de acólitos, iban detrás de los sacerdotes y señores llevando el calzado sobre un cojín de terciopelo.
Y el emperador dio permiso para que el domingo sacase el maestro al pájaro a cantar delante del pueblo, que parecía muy contento, y alzaba el dedo y decía que el con la cabeza; pero un pobre pescador dijo «que él había oído el ruiseñor del bosque, y que éste no era como aquél, porque le faltaba algo de adentro, que él no sabía lo que era». El emperador mandó desterrar al ruiseñor vivo, y al otro de la caja se lo pusieron a la cabecera, en un cojín de seda, con muchos presentes de joyas y de argentería, y lo llamaban por título de corte «cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover.» Y el maestro de música se sintió tan feliz que escribió un libro de veinticinco tomos sobre el ruiseñor artificial, con muchos esdrújulos y palabras de extraña sabiduría; y la corte entera dijo que lo había leído y entendido, de miedo de que los tuviesen por gente fofa y de poca educación, y de que el emperador se pasease sobre sus cabezas.
Su sombrero no era sombrero, sino un mueble indefinido, una cosa entre plato y fuelle, entre forro y cojín vacío; y por este estilo las demás prendas de su cuerpo anunciaban el último grado de la miseria y abandono, cual si todas hubiesen sido recogidas entre aquello que la misma mendicidad arroja de sí, materias que se devuelven a la masa general de lo inorgánico, para que de nuevo tomen forma en las revoluciones del universo.
Al siguiente día le mandó buscar con su enano. Hízole enseñar toda la casa, el huerto, las murallas; y llevole él mismo a conocer a su hija Beatriz, preciosa mujercita de diez años, que les recibió en gran aposento perfumado y oscuro, sentada sobre un cojín azul, entre las dueñas.
Por eso, siempre que podía las evitaba aunque fuese a costa de un sacrificio, tapando las faltas de Mariana, haciéndose ella misma voluntariamente culpable de ellas. Tal era la razón de haberle entregado con tanta premura el cojín que estaba bordando.
-Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, de muy buen grado y de mejor talante, sin ponerme a tomar cojín, ni calzarme espuelas, por no detenerme: tanta es la gana que tengo de veros a vos, señora, y a todas estas dueñas rasas y mondas.
Entró por fin en casa. Enteramente trastornada, andaba como una máquina. No había nadie más que Papitos, a quien vio, mas no le dijo nada. Encerrose en su alcoba, tiró el manto y se echó en el sofá, dando un rugido. Después de revolcarse como las fieras heridas, se puso boca abajo, oprimiendo el vientre contra los muelles del sofá, y clavando los dedos en un cojín.
El pollo del pelo por la frente colocó un sillón en medio de la sala y la hizo sentarse en él; después puso delante un cojín de terciopelo. Los caballeros zegríes y abencerrajes de la tertulia comenzaron a desfilar por delante de ella, doblando la rodilla en su presencia y esperando humildemente su resolución.
Ya el muchacho se disponía a forzar insolentemente la bolsa, y revolverla y registrarla sin comedimiento alguno, cuando el soldado, levantándose de su asiento, que ni tenía cojín ni respaldo, diligentemente se acercó al muchacho, increpándole su intento, diciéndole: Alto allá, y entrégueme ese despojo, trofeo de mi sirviente Canique.
A cada instante decía: «¿No piensa usted como yo?», y andando de un lado para otro, se tiraba con violencia en sillas y sofás para probar su blandura, se arrodillaba en el cojín de un reclinatorio, daba vueltas alrededor de un biombo, se reía como un salvaje, ponía el dedo en los bronces, acariciaba las mejillas de las ninfas doradas, decía chicoleos a las damas retratadas, y siempre que iba de una sala a otra, daba fuertes golpes con su bastón sobre el piso, como deseando que también la alfombra recibiese, con el lenguaje de los palos, la expresión contundente de la ira del pueblo... En tanto Isidora no le podía mirar.
Palabra del Dia
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