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Además, había que satisfacer las exigencias del hambre, y Silas, en su soledad, tenía que proporcionarse su desayuno, su almuerzo, y su comida, ir a buscar agua al pozo y poner la olla sobre el fuego. Todas esas necesidades imperiosas, junto con el trabajo en el telar, contribuían a reducir su vida a la actividad ciega de un insecto tejedor.

Allí, mojando buñuelos en el fangoso líquido de la taza, sentía renacer otra vez sus esperanzas, aunque menos intensas que en el ambiente cálido de la redacción. El sería algo; él subiría alto. Siempre que llenaba el estómago, sentíase animado por una fe ciega en su destino. Y con tales esperanzas, emprendía la caminata hacia los Cuatro Caminos, para reposar en el camastro todavía caliente.

La credulidad, y la credulidad más ciega, es el único y cierto distintivo del amor. Así, Nadir, dejemos ese lenguaje, que, aunque lleno de flores, siempre presta alguna amargura, y dispongamos la evasión tuya y la fuga mía para cumplir tu sueño y completar nuestra dicha.

Al amanecer el dia inmediato, se puso en marcha el Comandante General, tomando el camino de Putina, con el intento de hacer todo esfuerzo para alcanzar los gefes de la rebelion; pero la misma tarde supo por un prisionero, que seguian otra direccion; y habiéndola tambien variado al siguiente dia, no consiguió otra cosa que certificarse era inutil seguirlos, porque se retiraban aceleradamente á la provincia de Carabaya, casi abandonados de todos los suyos, y porque escasamente les seguian 100 personas de ambos sexos; pero todavia manifestando, no desistian continuar la rebelion con empeño y constancia, afirmando á los habitantes de los pueblos por donde transitaban, iban á buscar unas columnas de leones, tigres y otras fieras, para que devorasen al ejército español, consiguiendo con estas bárbaras fantasias, que los idiotas de aquellos infelices y desgraciados paises les creyeran y prestasen una ciega obediencia.

Perdonarse deben las necedades á los que aman, porque el amor ciega; escrupuloso andáis más que monja, y os metéis á apreciar lo que á vos no toca. Bien me yo que doña Clara no piensa otro tanto. ¡Oh! ¡no!... pero os ruego, don Francisco... , por cierto... vamos á lo que importa: es el caso que yo tengo mucho sueño.

Y él allí; insensible a los arañazos y desprecios de aquel terrible amigo con faldas; indiferente ante los conflictos que la ciega pasión podía provocar en su casa. Quería librarse del deseo y no podía.

MÁXIMO. , lo soy. Usted a todos nos enloquece. Sin darme cuenta de ello, he atropellado a un ser débil y mezquino, incapaz de responder a la fuerza con la fuerza. Con la fuerza respondo. MÁXIMO. ¿Que puede más? PANTOJA. La ira te sofoca, el orgullo te ciega. Yo, maltratado y escarnecido, recobro fácilmente la serenidad; no: tiemblas, Máximo; , que eres la fuerza, tiemblas.

El profundo respeto que te tiene, la ciega obediencia con que se somete á tu voluntad, la creencia de que casi todo es pecado, no consentirán que ella confiese nunca ni á misma lo que te digo; pero yo no dudo ya que lo siente. Ahora bien; ¿es merecedora Clarita de esa penitencia? ¿Es digna de ese castigo? ¿Qué derecho tienes para imponérsele?

¡Pobre loca! exclamó profundamente Quevedo, separando de sus labios una copa que llevaba á ellos ; ¡pobre niña, digna de cuanto una mujer puede alcanzar de menos malo en este mundo, donde todo es locura ó lodo! ¡pobre ciega, que deslumbrada por su desgracia no ve, no sabe distinguir el oro del barro! Y Quevedo se levantó y cerró las puertas.

Tónica le hablaba como un amigo y le hacía confidente de todos sus pensamientos: las exigencias de sus parroquianas, los consejos de «las señoritas», que eran las hijas de su difunta protectora, y hasta las dolencias de aquella mujer casi ciega que vivía con ella, sirviéndola de madre.