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Don Fadrique, con ánimo decidido, con verdadero denuedo, se dirigió á la puerta señalada, entró, y la volvió á cerrar. No bien desapareció D. Fadrique, llegó la criada. ¡Hola! dijo el P. Jacinto. ¿Está Doña Blanca sola? , padre. ¿No entra su merced á verla? No; más tarde. Déjala tranquila. No entres ahora, que estará ocupada en sus negocios. No la distraigamos. ¿Está Clarita en su cuarto?

Allí andaban todos los siglos, todas las épocas, todas las costumbres, con un dudoso sincronismo si se quiere, pero con un brillo deslumbrador de primer efecto, ante el cual el más preparado tenía que cerrar los ojos y declararse convencido de que el doctor Montifiori era en todo un hombre de mundo.

Cuando al cerrar la noche salía Fernando, sintiendo en su brazo el brazo de la amante y en la muñeca el dulce cosquilleo de sus dedos juguetones, deteníase algunas veces en la angosta acera antes de ganar las calles amplias del centro de la ciudad. «

Aquel bandido se había aprovechado de una corta salida suya por exigencias higiénicas para cerrar la puerta, dejándola fuera del camarote, obligada a vagar por el buque, expuesta a peligros y murmuraciones... todo por el deseo de calumniarla. Ella había pasado la noche sentada en el comedor; tenía testigos: los criados que estaban de guardia.

¿Cerrar? exclamó . Y la labor legislativa que tenemos por delante, ¿es que van a hacerla los porteros? ¡Hombre! En caso de apuro... Todo se vuelven diatribas contra el diputado en este país añadió mi amigo , y el diputado es un mártir. Ya ve usted a los diputados franceses. No contentos con ganar quince mil francos al año, quieren que se les dupliquen las dietas.

Imposible; necesitaría, más que la pluma, el estómago de Zola, y al lado de mi narración, la última página de Nana tendría perfumes de azahar. Luego, una silla, y por fin, un catre. Pero un catre pelado, sin colchón, sin sábanas, sin cobertores y con una almohada que, en un apuro, podría servir para cerrar una carta en vez de oblea. El piso está alfombrado...¡de arena!

Con toda probabilidad, la insistente recomendación del Embajador cuando marchó llevándola Gonzalo Pérez le valdría reprimenda; prefirió, sin embargo, á comunicarla, cerrar la puerta á la importunidad del ruego: procedió piadosamente.

El cafetero miró con singular expresión de cariño el envoltorio, mientras el viejo lo desenvolvió con mucha cachaza, y sacando unas onzas que dentro había, comenzó á contar. Al ruido de las monedas, Robespierre abrió los ojos; y viendo que no era cosa que le interesaba, los volvió á cerrar, quedándose otra vez dormido. El viejo contó diez medias onzas, y se las dió al del café.

El señor arcipreste: le señalé dónde había sido, miró, y dijo: «¡Pronto, a cerrar! ¡que no entre nadie... que no pase nadie por ahí! Es el pilar del lado de la Epístola. Vaya, este es el acaboseYo volví a mirar, y ¿se acuerda usted de que los pilares son como unas columnas cuadradas, grandes, muy grandes?

Antoñona se había deslizado hasta allí sin que nadie lo advirtiese, aprovechando la hora en que comían los criados y D. Pedro dormía, y había abierto la puerta del cuarto y la había vuelto a cerrar tras con tal suavidad, que D. Luis, aunque no hubiera estado tan absorto, no hubiera podido sentirla.